Días atrás, cenando en casa de un profesor amigo, un ingeniero de la Universidad de Texas amablemente me reprochaba el hecho de haber cambiado la arquitectura por la literatura. El reproche no iba porque la historia hubiese perdido algo (nunca fui bueno ni en una cosa ni en la otra) sino porque el cambio parecía una crítica, si no una traición simbólica, de una especialidad hacia la otra.
No voy a argumentar como Leonardo de Vinci que alguna vez consideró la pintura como un arte superior a la escultura, tal vez por razones personales, por cierta rivalidad con Miguel Ángel más que por convicciones intelectuales. Ninguna disciplina es superior a otra sino por lo que aporta a los demás, y tanto las ciencias como las humanidades tienen tanto para dar, empezando por no considerarse el ombligo de la existencia humana.
Mi respuesta entonces fue apenas un recuerdo de algo que había escrito en alguna parte: “me cambié de disciplina cuando comprendí que la realidad estaba hecha más de palabras que de ladrillos”.
No era una buena razón personal, pero era una razón verificable, al fin y al cabo.
Esta tarde me di una vuelta por la biblioteca principal de la universidad. Me habían llegado unos libros y unos documentos que había pedido, las cinco mil páginas de la Investigación sobre Desaparecidos en Uruguay, entre otros.
Aproveché para perderme entre los anaqueles. El silencio y el olor de las bibliotecas estimulan la curiosidad y la imaginación. Deambulé por la historia de la Rusia del siglo XIII, por la Francia de los cromañones, por la primitiva Teoría de la relatividad de Potincaré, por una carta de Einstein al presidente de Estados Unidos, por la Segunda Guerra mundial.
Entonces, inevitablemente, derivé a Hiroshima y Nagasaki. Recordé una discusión con alguien que defendía las bombas atómicas como necesarias para terminar la Segunda Guerra mundial. Creo que le propuse mudar el museo de Hiroshima a Washington o alguna parte del mundo donde sirviera para aprender algo. He discutido tantas veces de tantas cosas que ni me acuerdo de aquel sujeto de cachetes colorados y bigotes tipo Hulk Hogan. Me pregunto si yo los sigo o ellos me persiguen. No creo que fuese algún colega porque en esto no son muy originales. Todos han rechazado semejante acto de humanismo que puso fin a la guerra, evitando así la muerte de miles de inocentes si se hubiesen usado otros métodos más tradicionales.
Bajé a la sala de archivos y leí las revistas de entonces. 1943, 1944, 1945. Febrero, marzo, abril. Las noticias de la guerra aparecían fragmentadas entre los inevitables anuncios de felicidad, casi todos basados en la proliferación tecnológica. Autopistas aéreas, automóviles con aire acondicionado. “Asado in the Argentine”, por entonces reconocida en la publicidad como un “gigante industrial”.
Para bien y para mal los norteamericanos dieron forma a nuestro mundo posmoderno. Aun hoy sus obsesiones y fantasías renacen en los lugares más impensados del planeta bajo otras banderas. No obstante cada Atenas, cada Roma tiene sus desastres propios, sus catástrofes difíciles de repetir.
Difíciles, aunque no imposibles.
El numero de Time del 13 de agosto apenas cita a Truman, según el cual “lo que se ha hecho [el 6 y el 9 de agosto] es el más grande logro de la ciencia en toda su historia” (p. 17).
En su portada del 20 de agosto la revista recibía al lector con un gran disco rojo con fondo blanco y una X que tachaba el disco. No era la primera bomba atómica de la historia arrojada sobre una población de seres humanos sino el sol o la bandera de Japón.
En la página 29, un articulo bajo el título de “Awful Responsability” (“Una responsabilidad terrible”) el presidente Truman trazaba las líneas de lo que iba a ser más tarde el pasado. Como un buen hombre de fe siempre que es colocado por Dios en el poder, Truman reconoció: “Le damos gracias a Dios porque esto haya llegado a nosotros antes que a nuestros enemigos. Y rezamos para que Á‰l nos pueda guiar para usar esto según Su forma y Sus propósitos”. En la inversión semántica de sujeto-objeto, por “esto” se refiere a la bomba atómica que “nos ha llegado”; por “nuestros enemigos”, obviamente, se refiere Hitler e Hirohito; por “nosotros”, a nosotros, los protegidos de Dios.
No cabe duda que Hitler e Hirohito eran criminales. Criminales, asesinos desde un punto de vista humanista, secular. Desde un punto de vista religioso eran dos demonios. Uno de ellos cristiano, a su manera. A Truman, a quien se le puede reconocer parte de la liberación de Europa, deteniendo o mitigando así el holocausto judío, no se le acusa al mismo tiempo de criminal. Como en una telenovela, uno es bueno o es malo, pero no las dos cosas a la vez. Porque según la mentalidad religiosa judeocristianomusulmana los estados intermedios, la vida humana y el purgatorio, son temporales, casi inexistentes. No caben tonos grises; uno es ángel o demonio, está en el cielo o en el infierno. Por lo tanto, es natural que se pensara que Dios estaba de parte de uno de los bandos y que haya sido partidario de arrojar un par de bombas atómicas (“según Su forma y Sus propósitos”) sobre ciudades llenas de hombres, mujeres y niños que solo haciendo un gran esfuerzo de imaginación, y con ayuda de la Santa Inquisición, podríamos atribuir alguna responsabilidad mortal.
En la revista, ninguna mención al número de víctimas. Mucho menos a las víctimas. Apenas algunos porcentajes, que nunca dan una idea de la escala real del objeto medido en términos relativos. Porque uno no puede ser un instrumento de Dios o del bien habiendo suprimido a tantos inocentes. Al menos que se compare Hiroshima y Nagasaki con Sodoma y Gomorra. En la Edad Media se exageraba el número de muertos en nombre de Dios. Ahora los números se han disparado a las nubes pero nadie habla de los muertos que convierten a un soldado en héroe y al comandante en líder espiritual.
En el numero siguiente de Time, en un rincón de la pagina 92, unas líneas dan cuenta que junto con la desaparición del 30 % de Nagasaki, desapareció también la comunidad jesuita, la comunidad cristiana más antigua de Japón. Pero todo sea por una buena causa.
El principio atribuido a Maquiavelo de “los fines justifican los medios”, tan común en las revoluciones y contrarrevoluciones políticas de la Era Moderna, encontró su aliado posmoderno en su exacto inverso: los medios justifican los fines. Gracias a los medios, las palabras de un hombre poderoso pueden pasarle por encima a cualquier realidad. Ahora, si uno es un pobre diablo, la realidad le pasará por encima.
Si la realidad no se adapta a las palabras, peor para la realidad. No importa que esa realidad sea una bomba atómica y miles de muertos. Lo que importa es qué diremos y qué escucharemos de ellos. Al fin y al cabo, la realidad diaria no es más que lo que percibimos y entendemos (o queremos entender) como real.
Pero tengo la fuerte sospecha que existe una realidad real, la verdad, que es siempre la primera y la ultima victima de todo poder descontrolado.