Las lacras que nos ahogan. Esas que acuden a nuestro tejido social, como pulgas a perro flaco y se agarran a las desnutridas carnes de los menesterosos (olvidada casta que va en aumento) y se ceban en los más débiles, como siempre; los niños.
Niños heroicos que, pese a todas las vicisitudes, consiguieron nacer porque aun quedaba alguna esperanza de ser y estar, ahora medran a la sombra del desamparo.
Niños viejos, viejos niños sufriendo en sus cortas vidas las insuficiencias y las carencias del menesteroso. Dichosos ellos si aun no han alcanzado la cada vez más baja edad del inicio de los consumos, de las evasiones de la realidad terrible que los asfixia. Abrigarán un atisbo de esperanza, que, efímera, se irá desvaneciendo. Conocerán los paraísos artificiales de la evasión, consumirán lo prohibido a la búsqueda de lo que nunca tuvieron y ya les están robando sin haberlo llegado a conocer. Al final, sus vidas se irán perdiendo por el sumidero siempre abierto de la desesperación. Se consumirán junto al pudridero de las hojarascas que produce la defoliación del follaje de ese frenético paraíso. Paraíso que les prometieron y que no llegarán a conocer, porque no existe.
Les engañaron, les engañamos; les hemos mentido entre todos.
Por eso, desvalidos e impotentes, tendidos sobre la hojarasca que pugna por ser mantillo, ellos venden sus exiguos cuerpos, su pobre y lacerada carne. Ofertan su precaria mercancía con roñas en la piel y bocas desdentadas, a quien, siendo aún más miserable que ellos, necesite un poco de su mísera carne, y a cambio les dé lo que malamente alcanzará para comprar su próxima dosis de veneno. Veneno que sin duda les habrá de llegar más pronto que tarde con estertórea agonía.