En un algoritmo ideológico de imposible resolución los países miembros de la Unión Europea, o mejor dicho, sus gobernantes, están dudando del proceso de integración justo en el peor de los momentos, justo cuando la confianza y la fe ciega en lo positivo del mismo se presentan como la única solución plausible a la desintegración económica de los países a nivel individual.
Y el problema es que uno mira en cuyas manos estamos y es para echarse a temblar. Todos, absolutamente todos, carecen de la enjundia de estadista de vocación y de profesión, no pasan de administradores de primera categoría capaces de dejarse llevar en un maremoto de sinergias positivas pero incapaces de ponerse al frente y tomar el toro por los cuernos.
Cada vez parece más lejano el concepto churchilliano de los Estados Unidos de Europa, y la petición de Trichet de un Ministro de Finanzas, sinceramente, suena a esperanto, más que a una realidad palpable a la que nos podamos aferrar con cierto convencimiento.
Mientras los mercados siguen jugando su partida de ajedrez, en la que siempre ganan, nuestros gobernantes no se ponen de acuerdo ni en cuando se quieren reunir, más que nada porque no tienen nada que decir. Todos conocen la solución al problema, pero ninguno se atreve a proponerla, no vaya a ser que le cueste el puesto.
Pero los ciudadanos no somos inocentes, o al menos no del todo, porque tenemos los políticos que nos merecemos. Los políticos, en su calidad de ciudadanos, emanan del propio pueblo, y al mismo pertenecen, por lo que si la capacidad de nuestros gobernantes no está a la altura será porque todos nosotros, como sociedad, tampoco lo estamos.
P.S.: ¿No tienes la impresión, amigo lector, de que te equivocaste de carrera y de que debiste estudiar para especulador?