El hombre moderno ha desarrollado una cultura que lo familiariza con las leyes que gobiernan los fenómenos naturales y ha aprendido a controlar muchos de los peligros que lo acechaban en su entorno… Y sin embargo, no ha podido desprenderse del miedo. Hemos sido capaces de superar muchos de los temores que asediaban al hombre de las cavernas, pero el miedo persiste con otras máscaras. La ciencia no ha podido vencer el miedo existencial del hombre y, cada vez que desechamos algún miedo primitivo, inventamos otras formas de miedo: seguimos siendo seres mortales y somos conscientes de que nuestro destino final es la muerte, en donde se esconde la máxima incógnita del conocimiento y en donde se deposita el miedo supremo del ser humano: dejar de ser para perderse en la nada.
Los niños lo entienden muy bien y por eso siguen habitados por miedos infantiles. Ellos se formulan en la infancia las preguntas más profundas, a las que han intentado responder las representaciones y mitos de todas las culturas, así como las consejas guardadas por las tradiciones y leyendas de todos los pueblos. Ahora lo pretende hacer la ciencia y lo sigue haciendo la literatura o el cine.
Creíamos que temores que atenazaban la vida social del pasado quedarían superados y que los seres humanos podríamos controlar nuestras vidas y dominar las imprevisibles fuerzas del mundo social y natural. Pero al inicio del siglo XXI volvemos a vivir una época de miedo y experimentamos una ansiedad constante por los peligros que pueden azotarnos sin previo aviso y en cualquier momento: miedo a las catástrofes naturales y medioambientales, miedo a los atentados terroristas indiscriminados, miedo a la enfermedad imprevista, miedo a la insignificancia.
Es “miedo” es la incertidumbre que caracteriza nuestra era moderna líquida, nuestra ignorancia sobre la amenaza concreta que se cierne sobre nosotros y nuestra incapacidad para determinar qué podemos hacer para contrarrestarla. Lo resume muy bien el sociólogo y filósofo Zygmunt Bauman:
“El miedo es más temible cuando es difuso, disperso, poco claro; cuando flota libre, sin vínculos, sin anclas, sin hogar ni causa nítidos; cuando nos rodea sin ton ni son; cuando la amenaza que deberíamos temer puede ser entrevista en todas partes, pero resulta imposible de ver en ningún lugar concreto. ‘Miedo’ es el nombre que damos a nuestra incertidumbre: a nuestra ignorancia con respecto a la amenaza y a lo que hay que hacer –a lo que puede o no puede hacerse- para detenerla en seco, o para combatirla, si pararla es algo que está ya más allá de nuestro alcance.”
Cuando el miedo proviene de peligros reales que constituyen una verdadera amenaza a la supervivencia, ayuda al ser humano a desarrollarse al orientar sus acciones en busca de seguridad y protección. Pero, cuando proviene de peligros imaginarios, le lleva al desequilibrio psicológico y lo arroja en la peor de las prisiones: la del encierro de la mente, que lo aísla del mundo y de la convivencia armoniosa con los demás.
La investigación del psicólogo de la Universidad de Tel Aviv, Carlo Strenger, ha demostrado que, en la última década, el miedo a la “insignificancia” se ha extendido en la sociedad moderna. Los medios de comunicación y sus estrellas entrampan al homo globalis, una nueva especie humana íntimamente vinculada con el infoocio global y potenciada por las nuevas tecnologías de la comunicación, que están cambiando profundamente la cultura y la economía globales.
A finales de la década de los años 90, Strenger detectó un aumento de la depresión y de la ansiedad. Cayó en la cuenta de que el miedo a la insignificancia tiene su origen en el acceso mediático global, que propicia que cualquiera pueda compararse con las personas más importantes del mundo.
La imposibilidad de lograr semejante objetivo causa estragos en la imagen que se tiene de uno mismo y menoscaba nuestro sentimiento de merecimiento personal, pues el sistema de ocio mediático está necesitado de celebridades globales que resulten atractivas a la audiencia global, con fines publicitarios. Los medios de comunicación están llenos de historias de éxito global (Steve Jobs, por ejemplo). Creemos que todos podemos ser lo mismo y acabamos sintiendo que, si no tenemos tanto éxito, es que hemos fallado y nuestra vida no es importante. Este miedo propicia una búsqueda constante del éxito rápido: las personas con talento buscan desesperadamente el éxito precoz, y los que no sienten la necesidad de hacer carrera están fascinados por la telerrealidad, el género definitorio de la televisión hoy día.