En Los desafíos invisibles de ser padre o madre, Jorge Barudy y Maryorie Dantagnan señalan que existen dos formas o dos tipos de paternidad. La “biológica” implica todo lo que tiene que ver con la procreación y la gestación de una nueva criatura. La llamada “paternidad social” supone, por el contario, la adquisición de destrezas para hacerse cargo del niño recién llegado a la vida, para cuidarlo, para rodearlo de afecto y crear para él un clima de seguridad que le permita crecer lleno de confianza en sus posibilidades. También, naturalmente, para comprometerse con un modelo educativo que facilite su proceso de socialización y su integración crítica en unas comunidades cada vez más variadas y más complejas.
La “paternidad social” contribuye, más que ninguna otra circunstancia, al bienestar emocional de las personas, a la maduración y al correcto funcionamiento del cerebro y del sistema nervioso.
Cuando la familia está liderada por progenitores que, víctimas de sus propias limitaciones personales o atrapados por situaciones emocionales o sociales de difícil manejo, no tienen fortaleza para controlar su propia inseguridad y hacer frente a la ansiedad que ésta les provoca, los menores sufren con virulencia sus consecuencias.
Una de las ocasiones en que esa llamada “paternidad social” corre más riesgos de no ser asumida de manera correcta es el momento, con frecuencia conflictivo, en que se produce la ruptura de una pareja. Los adultos, inmersos en un proceso de reorganización de sus propias vidas con el quebranto emocional, económico y social, pueden sentirse desbordados. Centrados como están en ese peripecia vital, olvidan que son responsables de unos menores que, más que nunca, reclaman la empatía y el buen hacer de los adultos. Porque sólo así podrán entender, en la medida que su edad se lo permita, el significado del proceso en el que se han visto envueltos.
La Doctora Judith Wallerstein nos alerta sobre lo que ella llama “el engañoso mito del divorcio”. Tal mito trataría de normalizar una situación cada vez más frecuente, obviando las casi siempre dolorosas consecuencias que éste tiene para los hijos.
Las cosas no son tan sencillas, viene a decirnos quien es reconocida como una de las mayores expertas en el tema del divorcio. No es lo más frecuente que los hijos reaccionen con despreocupada alegría ante la perspectiva de desplazarse “de un árbol a otro” para estar, alternativamente, con papá o con mamá.
Perder la seguridad que proporciona habitar un único hogar, desprenderse de las rutinas que habían quedado integradas en la propia vida, alejarse de los entornos que le son más familiares, les produce a muchos niños, sobre todo en los momentos iniciales de la ruptura de sus padres, dosis notables de inseguridad y zozobra. Todos los cambios acaban convirtiéndose en un verdadero desafío. Los niños necesitarán tiempo para adaptarse a su nueva situación y para recuperar la confianza de que la trasformación de la estructura familiar que hasta ahora habían conocido no les va a suponer la pérdida ni de papá, ni de mamá. La competencia, por supuesto, con que los padres manejen la nueva situación creada será un elemento decisivo para que ésta sea vivida de la forma menos dolorosa posible.
No se debe presionar a los niños para que vayan integrando un hecho del que ellos son solo obligados espectadores y, desgraciadamente, cuando no se maneja con tiento y responsabilidad, también víctimas. No es justo urgirles a que se sientan cómodos en un nuevo contexto familiar que ellos no han elegido.
Mientras que los adultos suelen ver con facilidad no solo las pérdidas que ésta les produce, sino también las ganancias que obtienen, los niños tienen más dificultades, para entender qué beneficios obtienen ellos de la decisión que han tomado los adultos. Su vivencia es, predominantemente, de pérdida, de inseguridad y de desconcierto ante un futuro que se les presenta plagado de interrogantes.
No parece probado que lo que los padres consideran como la mejor solución sea percibida por los menores como la mejor de las posibilidades. Tampoco que, si los padres son felices, los niños habrán de serlo también forzosamente. Eso es, al menos, lo que cree haber descubierto Judith Wallerstein tras muchos años de investigación sobre los efectos del divorcio. “En realidad, nos dice, muchos adultos que se encuentran atrapados en matrimonios infelices se sorprenderían al saber que sus hijos están relativamente satisfechos. A ellos no les importa si papá y mamá duermen en camas diferentes mientras la familia se mantenga unida”.
José María Jiménez Ruiz
Catedrático de Filosofía, terapeuta familiar y vicepresidente internacional del Teléfono de la Esperanza