Freno a la privatización de los conflictos armados
Hace unos días, un tribunal estadounidense condenó a cuatro empleados de una empresa militar por la matanza de 17 civiles desarmados. Nicholas Slatten, de 30 años, abrió fuego contra la multitud en la plaza Nisour para que pasara un convoy con altos cargos de la Autoridad Provisional de la Coalición. Vivirá en una cárcel estadounidense el resto de sus días. Los otros tres se enfrentan hasta a 30 años de cárcel.
Los cuatro condenados pertenecían a la empresa Blackwater, que cambió de nombre a Xe Services y luego a Academi tras ese y otros escándalos.
Incurrieron en negligencias a la hora de proteger a sus propios empleados, en violaciones de derechos humanos y en corrupción al inflar presupuestos para recibir más fondos del gobierno que luego no pudieron justificar.
La condena a los contratistas, siete años después de los hechos, deja al descubierto los peligros que conlleva contratar empresas en situaciones de conflicto armado o de ocupación. Si ya se complicaba la aplicación de la justicia para militares por abusos y violaciones de derechos humanos, se complica aún más para empleados de empresas subcontratadas por un gobierno. La mayor parte de los contratos de Blackwater correspondían a tareas para el Departamento de Estado con el fin de proteger a diplomáticos norteamericanos, no para el Departamento de Defensa. También la CIA contrató a la empresa en labores de interrogación, de “inteligencia” y de espionaje. Por tanto, no quedaba clara la función militar de estos empleados, ni ante quién respondían por posibles abusos.
Se suele poner en la misma categoría a contratistas militares encargados de la lavandería de las tropas, de la limpieza de las instalaciones, de la alimentación del ejército, por un lado, y a ex militares a los que se les paga para proteger a altos cargos de las fuerzas ocupantes, por otro. En semejante contexto de caos y de violencia, era cuestión de tiempo que los empleados de empresas militares hicieran uso de la fuerza o que cometieran otro tipo de abusos para frenar los atentados y para obtener información.
La indignación popular obligó al gobierno iraquí a expulsar de su territorio a Blackwater, aunque quedaron en su territorio decenas de otras empresas contratadas para labores similares y para otras funciones. En un momento de la ocupación, el número de “contratistas” superaba al de tropas regulares de todos los países juntos, como han desvelado P. W. Singer, el periodista Jeremy Scahill y muchos otros investigadores.
La condena de los cuatro empleados se produjo porque un fiscal estadounidense decidió actuar contra ciudadanos norteamericanos por crímenes en derecho internacional cometidos en otros países. Pero no siempre ocurre lo mismo. Con frecuencia, la justicia estadounidense se muestra reticente a juzgar y a condenar a sus propios nacionales por este tipo crímenes en el extranjero al implicar el reconocimiento explícito de violaciones graves de derechos humanos. Esto cuestiona su autoridad moral a la hora de erigirse como el sheriff de los derechos humanos en todo el mundo, aunque está cuestionada por otros motivos y por su participación en otros conflictos.
Cabe preguntarse qué ocurriría si los tribunales estadounidenses se hubieran inhibido en este caso, como han hecho en otros similares. ¿Ante qué justicia responderían los “contratistas”? Estados Unidos no ha ratificado el Estatuto de Roma para la creación del Tribunal Penal Internacional, y el gobierno iraquí no tiene la capacidad para exigir su extradición para juzgarlos. Es probable que ni siquiera tenga la capacidad material para realizar una investigación con todas las garantías. También cabría preguntarse qué ocurriría si los implicados fueran nacionales de terceros países, contratados por la empresa estadounidense.
Hace unos años, ciudadanos iraquíes exigían una indemnización por parte de Blackwater ante un tribunal de Estados Unidos por la misma matanza en la Plaza Nisour. Los representantes de la empresa llegaron a argumentar que la responsabilidad por asesinatos indiscriminados y torturas de contratistas de empresas militares “privadas” recaía en el gobierno que las subcontrataba. Ante semejante cinismo, Estados Unidos y las potencias inmersas en conflictos armados tendrán que plantearse si compensa desviar millones en dinero público para financiar a estas empresas paraestatales.