La televisión introduce en nuestros hogares imágenes sobrecogedoras de los efectos de tsunamis, terremotos o vendavales que dejan instalados a quienes han padecido sus zarpazos en el desconcierto, la desolación o la desesperanza. Resulta triste comprobar que estas catástrofes naturales suelen golpear a los habitantes más pobres del planeta, a aquellos que carecen de medios para prevenirlos y para hacerles frente con la solvencia que sería deseable. Pobres gentes que son despojados de los escasos recursos de que disponen y reducidos a la indigencia.
Esta circunstancia lastra sus posibilidades de desarrollo y acentúa la pobreza en que viven la gran mayoría de sus pobladores. Pronto nos olvidamos de las tragedias ajenas y tras breves periodos en que nos sentimos conmovidos y hasta nos permitimos algunos gestos de calculada generosidad, volvemos al consumo desaforado.
Es como si hubiéramos decidido que nuestro yo se identifica con lo que poseemos. Como si nuestra más genuina personalidad no tuviera más cimientos que las cosas que nos rodean, y nuestra vida perdiera su sentido sin ellas. Ante una crisis económica que no parece tocar fondo, cuando el modelo económico-político-social por el que nos gobernamos parece dar síntomas de agotamiento y nos exige una profunda revisión del modelo de vida al que creíamos tener derecho, quizá sea un buen momento para que nos formulemos algunas preguntas y no eludamos algunas reflexiones. Reconciliarnos con nuestro propio yo es el reto más urgente al que se enfrenta el hombre moderno.
Cuando a uno se le identifica con lo que posee o con lo que consume no puede dejar de sentirse condenado a la más espantosa de las frustraciones, no puede dejar de experimentar la dolorosa vivencia de que su vida personal ha dejado de ser significativa. Hacer una reivindicación del individuo y de su vida personal implica, en primer lugar, recuperar el sentido del ser, oculto, diluido o, aún, anulado ante la fascinación del tener.
Frente a las estructuras frías, los sistemas inhumanos o los estados anónimos de opinión que valoran a los hombres en función de lo que tienen, urge recuperar el sentido del ser. No debemos olvidar que solo se posee auténticamente “lo que se es”. “Lo que se tiene” es siempre algo coyuntural. Conviene mantener el espíritu alerta para impedirle que acabe invadiendo el ser. El tener, tal como expresa Marx, es, por naturaleza, expansivo, acaparador, enajenante: “Cuanto menos es el individuo y cuanto menos expresa su vida, tanto más tiene y más enajenada es su vida”.
Ser es una forma privilegiada de existencia que solo aparece cuando se ha abandonado la falsa seguridad que proporciona “lo que se tiene”. Pero la mayoría encuentra demasiado difícil renunciar a la orientación del tener; todo intento de hacerlo les produce una inmensa angustia, y sienten que renunciar a toda seguridad es como si los arrojaran al océano y no supieran nadar.
Recuperar el sentido del deber-ser es rebelarse frente a los mensajes conformistas, tomar conciencia de las infinitas posibilidades de crecimiento personal, no permitir que las pequeñas ambiciones lastren nuestras alas y nos impidan alzar el vuelo hacia la Belleza, hacia la Bondad, hacia el Bien.
Rescatar el sentido del deber-ser es aceptar que la vida posee una incuestionable dimensión ética desde la que se nos urge permanentemente no a la instalación “en lo que pasa”, sino a la búsqueda de “lo que debe pasar”; no a la acomodación con lo que ya es, sino al compromiso con lo que las cosas y nosotros mismos podremos llegar a ser.
El ser humano es valioso por sí mismo, digno por su propia originalidad, por su condición de irrepetible y único. Afirmar la dignidad humana es sostener el valor absoluto e incondicional de cada hombre, con independencia de sus circunstancias económicas o sociales.
Creo que tiene razón el bueno y leal Sancho Panza: somos realmente lo que somos. Ni más, ni menos. Por eso, cuando desde el concierto de las vanidades se nos invite a olvidar esta elemental verdad, quizá sea bueno dirigir la mirada hacia nuestro interior para tomar conciencia de nuestro verdadero ser.
José María Jiménez
Catedrático de Filosofía, terapeuta familiar y vicepresidente internacional del Teléfono de la Esperanza