Una sesión de investidura constituye un espectáculo raro, no por su contenido extraño (que también con frecuencia) sino debido a razones de periodicidad temporal. Suele oler igual que los años bisiestos, a añejo. En este caso, superando ignoro si cierta costumbre impía o malsana intriga, me fui de chuletas y dominó con cuatro compañeros de oficio y sin embargo amigos, como dice el tópico. Sí, desoí la alocución de Pedro Sánchez abriendo tan conocido ritual. No pido, empero, disculpas por establecer unas prioridades ajenas a eso tan manido de lo políticamente correcto. Primero, porque los políticos no deben estimular ni mis sentidos ni mis afectos y a renglón seguido porque me da igual Juana que su hermana. Esta indiferencia sustentada sobre cuarenta años de infidelidades, cuando no felonías, ha ido consumando una costra que a mis años no ablanda paños calientes, emplastos de tomate, ni técnicas innovadoras. Pese a lo dicho, mantuve pacientemente intervenciones al punto y otras a través de diversos medios audiovisuales anexos a algunos diarios de Internet.
Sé que el candidato torturó al Parlamento con noventa y seis minutos de monólogo reiterativo, superfluo, penitente. No me asombraría que la represalia perfilara el sentir casi unánime: decepcionante. Quizás, consciente el candidato de su descalabro final, lo ofreciera en exclusiva a sus conmilitones para enderezar una trayectoria política débil, repelente. Poco antes había ganado confianza al verificar la aceptación que el pacto con Ciudadanos registró entre los afiliados. Imagino que por necesidad táctica quiso aprovechar tan ilustre púlpito para apuntar y apuntalar unas aptitudes veladas. No expuso demasiado, quiso nadar entre el roto y el descosido, pero su caché creció generosamente. Aplacada la contienda con los barones aprensivos, cicateros, los votos le traían al fresco. Solo así se explica un pacto huero, no aditivo, cuyo pláceme por PP y Podemos conocía de antemano. Una jugada perfecta, más aun cuando supo convencer, atraerse, a Ciudadanos, partido y líder caminando en la cuerda floja, con pies de plomo.
Rajoy, intuyéndose desahuciado, quiso dejar claro que, si bien en su tarea de gobernante reveló excesivas carencias, como parlamentario no solo carecía de rivales sino que abrazaba la élite congresista intemporal. Su discurso -una pieza exquisita, magnífica- resultó ser paradigma indiscutible de excelsitud oratoria. Divertido, ocurrente, cáustico más que socarrón, desmenuzó un memorándum estructurado, sustantivo, ágil, que (obviando premisas programáticas porque no se examinaba él) ridiculizó sin piedad a Sánchez y a Rivera. Vi una apisonadora inmisericorde que planchaba, reducía, a dos líderes vencidos, ahogados, por aquel tsunami retórico. Mientras, una mayoría de televidentes se desternillaba cómoda y segura en sus sofás. Colosal, minucioso, irrepetible, probablemente excesivo. Materializó la expresión “no dejar títere con cabeza”.
A Pablo Iglesias se le puede adivinar, pues -en palabras del propio Rajoy- es tan previsible como los constipados en noviembre y las alergias en marzo. Este chico (hábil, intuitivo, mediático) ha aventado demasiados errores básicos y conceptuales para atribuirle tan sólido asiento cultural. Conociendo el paño, y considerando su edad, podría asegurar sin aventurarme que debe ser medio analfabeto funcional, amén de leído. Un producto de la LOGSE. Salvando el inciso, al señor Iglesias parece interesarle poco la genuina esencia de sus discursos porque levantaría desasosiego entre los individuos que hagan trabajar el sentido común. No obstante, en ocasiones le resulta imposible domeñar la egolatría enfermiza que despliega haciéndole mostrar su vena natural. Como buen populista, fascista, totalitario (tanto monta) gusta del escenario, de la mascarada, del gesto. Anhela saltarse la corriente para protagonizar el show, lo aparatoso. Superfluo, no dijo nada fresco pues rumia fábulas vetustas. Repartió menoscabos, escaseces, maldades, a diestra y siniestra. Osado e insolente se equiparó al árbol de la ciencia, del bien y del mal. Estomagante.
Albert Rivera desmenuzó un discurso bien trenzado, explicativo, pragmático. Pienso, asimismo también otros analistas, que estuvo más en candidato que el propio Sánchez. Supo, con buen resultado, exponer los puntos importantes del pacto con el PSOE. Gracias a su esfuerzo conocimos pormenores ocultos voluntaria o involuntariamente. Recibió críticas ácidas, sobre todo del PP, pero el acuerdo sirve para apartar al PSOE de Podemos, eventualidad que también deseaba Sánchez, sus barones y un alto porcentaje de españoles. Ahora, esta coalición tiene ocho diputados más que el PP y tal marco cambia el orden de preferencia. El hecho debe anotarse al haber de Rivera; por esto, personalmente, vería justo que la presidencia, al final, fuera para él ante la imposibilidad de acuerdo PP, PSOE.
Visto el lance, nadie puede acusar de nada a los demás. Rajoy vino a decir que el pacto de Sánchez era un curalotodo con intereses particulares. La totalidad, incluido el presidente lenguaraz, ha actuado por interés personal. Quien más quien menos, olvida promesas anteriores para restituir su popularidad cara a unas nuevas elecciones que se vislumbran próximas. Dentro de algunas horas, la cámara repetirá el no a Sánchez. Después quedan dos meses de incertidumbre, tal vez zozobra, en que habrá acuerdos o no en razón de las prospecciones sociométricas. Asumo el riesgo pues no quedé escaldado de la última ocasión en que lo hice con resultados adversos. Pronostico un gobierno a tres donde PP y Ciudadanos pacten un gobierno con la venia del PSOE en la oposición. Seguramente ocurre lo contrario porque España es el país del absurdo.
Ayer, y hasta entonces, cada cual leyó o interpretó el papel asignado. Hoy, enseguida, lo seguirá haciendo.