Junto al juez Baltasar Garzón, el magistrado que ha realizado la instrucción de la insondable trama de corrupción que afecta a la poderosa derecha de este país y que ayer fue condenado por prevaricación al consentir la intervención de las comunicaciones en la cárcel entre los mafiosos y sus abogados para continuar delinquiendo, media España también se siente condenada al sentir que se ha sentenciado contra la confianza en la justicia, la percepción de imparcialidad en nuestros jueces y la esperanza de que en este país, a pesar de mantener profundas raíces reaccionarias, éstas estaban sometidas al imperio de la ley.
Pero resulta que no, que cuando se levantan las alfombras de intocables sectores de enorme poder, se corre el riesgo claro de ser expedientado, como el juez que investiga al yerno del rey, o inhabilitado y expulsado de la profesión, como acaba de suceder con Garzón.
Días como el de ayer son los que provocan el hastío del ciudadano en su propio país y la náusea por unas instituciones tan sectarias.