A las 7 de la tarde ( había salido a las 6:30 de la mañana) volvía a su casa. Arriba le esparaban sus dos hijos, en la edad de la infancia. Aquel hombre que entraba por la puerta era un saco de cansancio: su piel impregnada de polvo seco le daba aspecto de estatua vestida con la ropa de un espantapájaros; sus pasos eran cortos y lentos como los de un juguete al que se le está acabando la cuerda; su pelo, encanecido por el polvo de yeso, le envejecía el aspecto; sus hombros estaban caídos de tanto ceder al peso de los sacos de cemento. Los niños alzaban las manos hacia él como los polluelos el pico ante la llegada de la madre en el nido. Sus fuerzas, sin embargo, tan solo le permitían cogerlos en brazos y divertirles ayudándoles a hacer alguna pirueta. Después se duchaba y podíamos apreciar como aquel hombre era ciertamente nuestro padre, resurgido del polvo como el ave fenix de sus cenizas. Luego cenábamos y él tenía que contestar a nuestro cuestionario filosófico infantil, aguantar nuestros berrinches y poner paz entre nosotros. La noche acababa en el sofá ante el televisor mientras nos vencía el sueño y él nos llevaba en volandas hasta la cama.
Pero también podía suceder que al acabar el trabajo los niños no estuvieran (estuvieran en casa de su madre), por lo que iba directo al bar a jugar alguna partida de cartas con sus amigos de parecida andadura diaria, todos cansados y sucios pero felices de poder compartir su nocturna libertad. Después llegar a casa y caer rendido como un niño tras jugar y llenarse de barro la ropa y de heridas las rodillas, acurrucado y mal soñando con andamios interminables. Así pasó, así el tiempo fue encendiendo las cerillas de sus días.
Hoy mi padre tiene 57 años (empezó a trabajar a los 10) y hace 6 que no trabaja. Anda administrando el tabaco para llegar a fin de mes; se ha convertido, como tantos otros, en un matemático de supervivencia, un austero a la fuerza. Su mísera prestación es la recompensa a toda una sórdida vida alquilada a la necesidad. Ni siquiera podría vivir solo con esa «ayuda». Y aun hay quien me pregunta por qué no siento un amor incondicional por el trabajo. Lo gasto todo en mis padres.