El Periodismo es una profesión que siempre ha estado en entredicho. Cuando los medios no han informado con veracidad, mal hecho (y lo reafirmo: mal, muy mal); cuando han dicho la verdad y eso ha supuesto desenmascarar a quienes delinquen, en cualquiera de sus formas, también mal. Incluso, en estos casos, ha sido mucho peor y el medio de comunicación siempre se ha visto como un verdadero incordio-cuasi-diabólico.
Pasando del nivel, por así decirlo, macro-periodístico (que tiene que ver con el entramado empresarial y corporativo), me gustaría reflexionar del micro, esto es, de aquel que nos compete a los profesionales en particular. Estos días he podido constatar la falta de rigor con que se nos trata dentro y fuera de las empresas informativas. Nada es generalizable y no tengo intención alguna de establecer una diferenciación maniquea, pero llevo mucho tiempo pensando sobre este asunto a raíz de una situación real que viví hace algunos años.
Durante una charla que recibimos varios estudiantes el primer día de trabajo como becarios, el director de una televisión local nos explicó algunas cuestiones importantes. La sorpresa -y aquí viene la anécdota- me cogió desprevenido cuando el sujeto en cuestión nos espetó: «Es importante que archivéis todos los vídeos que caigan en vuestras manos. Una televisión vale lo que valen sus imágenes. Y ya». Todos asentimos. Algunos, de forma peligrosamente crédula; otros, paramos de asentir un segundo después. Entonces, ¿qué somos? ¿A qué hemos venido? ¿A hacer un trabajo mecánico que nada tiene que ver con la responsabilidad y la capacidad para aprender? Fueron, simplemente, interrogantes por solucionar. Hoy, con un poco más de camino recorrido, creo que son más que eso: cuestiones fundamentales si queremos que se respete nuestra dignidad como personas y, por ende, como profesionales de la información.
A estas reflexiones se suma ahora otra experiencia que tuve hace unos días. Durante la cobertura de un congreso, varios de los responsables de los stands reservados a la venta y promoción de marcas relacionadas se negaron a ser entrevistados. También, por supuesto, a tener resonancia social y promoción (asunto por el que se habían congregado allí). «Quizá no necesiten publicidad», pensé de forma ingenuamente apresurada. «Pero, ¿acaso Coca Cola no sigue difundiendo su marca hoy en día?, rectifiqué después. Pues sí: algunos responsables se negaron a contestar a dos o tres preguntas sobre sus firmas, simple y llanamente. Como profesional, lo respeté desde el primer momento, pero salí de allí con importantes dudas sobre el funcionamiento de algunas entidades. De veras, ¿es perjudicial salir en televisión anunciando la marca que representas? Es curioso que pasen estas cosas y, acto seguido, muchas de esas empresas se quejen de que no venden o de que bajan sus ingresos. Si un periodista de televisión se pone frente a ti en un evento y te sugiere la realización de una pequeña entrevista, ¿tanto esfuerzo supone?
De ambas reflexiones, ahora concluyo y os propongo otro interrogante: si dentro de la empresa no valemos nada y fuera se nos rechaza, por el motivo que sea, ¿dónde queda nuestra dignidad personal, primero, y profesional, después?