Si alguien me pidiera resumir las operaciones de una mina a tajo abierto, le diría, fácil, primero, te tiras abajo una montaña a punta de dinamitazos. Después, trituras el cadáver despedazado hasta hacerlo todo polvo, el que lavas con una mezcla química digna de un alcohólico con impulsos suicidas. Suficiente cianuro como para envenenar a la población de todo un país, mercurio como para evitar embarazos por una generación de 120 años, cal como para diluir todos los cementerios aledaños, azufre como para un infierno que cobije a todas las almas del congreso, ácidos como para poner a hervir a alguna factoría de aceros y detergentes como para que no quede ni una mancha de tierra en el polvo. El asunto es que la mezcla con el polvo traslúcido debe terminar en un dique talla lacustre donde no cabrá ni una gota, que este vaso es muy caro para derramarlo. ¿A dónde se va esa agua preñada? el feto dorado queda en la poza y el líquido se filtra hacia abajo, conveniente cuestión de gravedad y ambiente.
Ahora, si la empresa minera que paga para quitarnos el peso de encima fuera formal y mega-inmensa, alguna posibilidad habría de exigirles que dejen las cosas como las encontraron, aún a sabiendas que tal encargo sólo se lograría en la película Misión Imposible 15. A la misma madre naturaleza la reparación del daño le tomaría un par de sesquicentenarios. Pero si la empresa de marras fuera formal y pequeña, cuenta con que saldrían disparados cuando la fiesta de dinamita y veneno ya no sea rentable. Finalmente, si la empresa fuera informal -apelativo oficial para no llamarla ilegal- el asunto es criminal, penal, carcelario y de pena capital. Tan despreciable es dicha actividad, que entre todos los cientos de fiscales no han hallado ni un solo cristiano culpable de tal lacra en todas las jurisdicciones jurisdiccionales en que se ha dividido al Perú. Ergo, no existe. Los cerros deben estar desapareciendo por alguna especie de sarna de la tierra o mosca blanca de la piedra, cosas del calentamiento global.
Una noticia que puedo calificar de buena y mala a la vez, o viceversa, es el anuncio de la minera canadiense Sulliden del 11 de setiembre último, vaya fecha tan desgraciadamente alusiva a explosivos. El Ministerio de Energía y Minas peruano aprobó su Estudio de Impacto Ambiental para la concesión aurífera Shahuindo en Cajabamba, Cajamarca. Buena noticia porque la demanda de servicios profesionales aumentará; mala noticia porque será la profesión más antigua de la humanidad la más beneficiada, digo yo. Buena porque el flujo de visitantes foráneos aumentará; mala porque entre esos visitantes habrán quienes fuercen a cerrar las bucólicas puertas cajabambinas con 3 chapas de 4 golpes cada una. Buena porque ingresarán impuestos adicionales a los distritos; mala porque los alcaldes harán monumentos gigantescamente inútiles con ese dinero. Buena porque más técnicos tendrán chamba decente, Deo volente; mala porque esa labor se hará a tajo abierto, creando ríos de destrucción, ambientalistas ululantes, y politiqueros oportunistas, valga la redundancia.