La corrupción no entiende de fronteras, sino del respeto a los mecanismos de transparencia y de control, de la ética de las empresas y los gobiernos. Sobre todo, de recordar que nunca podrá ser un mal menor.
El partido político que gobernó México durante 70 años recupera la mayoría en el poder legislativo y el mando de cinco de los seis Estados donde se elegía gobernador, después de diez años de silencio y de disputas internas. Algunos analistas consideran imposible para el partido del presidente Calderón revertir el resultado en las próximas elecciones presidenciales. Al mismo tiempo, la izquierda no se recupera de la campaña de miedo con la imagen de Hugo Chávez que utilizó el calderonismo para invertir la intención de voto en sólo unos meses.
La abstención del 55% de los mexicanos en las recientes elecciones muestra el desencanto de la ciudadanía con la clase política y la falta de cultura democrática. Una plataforma que promovía el voto nulo para manifestar el descontento generalizado fue tachada de ridícula por importantes sectores de la sociedad civil, que pedían un voto «útil».
Pero más preocupante que estos signos resulta la lógica que siguieron quienes dieron al PRI 243 escaños de 500 en la Cámara de Diputados. Consideran que la violencia que vive el país en manos del crimen organizado era impensable hace diez años, cuando el PRI tenía la «habilidad» de negociar con los carteles y los capos para de alcanzar «importantes» pactos de mutuo respeto.
Como la gripe «porcina», abanderar como un mal menor la corrupción no es una «enfermedad mexicana». Así lo demuestran la permanencia de Silvio Berlusconi en el poder, la victoria de Alan García en Perú hace dos años, las tropelías de Fujimori durante tanto tiempo, los resultados recientes de las elecciones en distintos países Europa del Este y el sistema político y económico ruso, que utiliza la corrupción como combustible político y económico.
Justificar esta lacra mundial relativiza graves violaciones de derechos humanos, acelera la erosión de los fundamentos de un Estado de derecho y presenta el problema como un mal inevitable. En realidad, la cultura y la educación juegan papeles fundamentales tanto en las causas como en las posibles soluciones a largo plazo.
Otros mitos refuerzan la idea de inevitable permanencia de este fenómeno en el mundo. En varias universidades y medios de comunicación de los países del Norte, predomina la idea de que la «naturaleza corrupta» de los gobiernos en países «subdesarrollados» genera su pobreza «endémica». Soslayan factores internacionales que contribuyen a las corruptelas. Entre ellos están los sobornos de gobiernos y de empresas multinacionales de Occidente a gobiernos nacionales con pocos escrúpulos a la hora de conceder sus recursos naturales a intereses extranjeros y de ignorar las necesidades de los pueblos a los que gobiernan.
La otra cara de la moneda muestra a importantes sectores de la política y de la sociedad civil de los países del Sur, que culpabilizan a los gobiernos y las empresas trasnacionales por prácticas corruptas en las sus propios gobiernos suelen participar. La venta de armamento, la explotación de minerales en América y en África, las concesiones de bancos y las privatizaciones «milagrosas» obedecen, en muchas ocasiones, a la práctica sincronizada de un corruptor y de un corrompido.
Ni siquiera la ideología política se salva de la discusión. Desde los partidos políticos de derecha, se asocia la corrupción con los gobiernos socialistas. Las recientes investigaciones en España al Partido Popular por abuso de poder desmontan ese tópico. Por su parte, la izquierda señala al neoliberalismo y a la derecha como las semillas de esta lacra mundial.
La corrupción aparece donde no existen instituciones fuertes y estables, una clara división de poderes, un Estado de derecho, una cultura democrática y prácticas de transparencia. La combinación de muchos de estos factores incrementa la incidencia de la corrupción en los países empobrecidos. Sin embargo, muchos intereses neoliberales se han aprovechado de este terreno fértil para sobornar o presionar desde organismos internacionales que condicionan sus «ayudas» a cambio de privatizaciones. Luego la gente se lleva las manos a la cabeza cuando un gobierno «pretende» renegociar un contrato con alguna multinacional.
Como la globalización, la corrupción no entiende de fronteras, sino del respeto y apoyo a los mecanismos de transparencia y de control que ya existen, de la ética de las clases empresariales y gobernantes y, sobre todo, de recordar que nunca podrá ser un mal menor.
Carlos Miguélez Monroy
Periodista