Creo firmemente en que siguen estando indefensas. Ante el abuso sexual ejercido por el hombre, la mujer continúa inmersa en el más cruel de los abandonos. Pues, que yo no asumo la clasificación de los hechos –que tan pomposamente se exhibe en los tribunales- en menores y mayores, o en por consumar y consumados. Que yo denuncio la gravedad de la insinuación soterrada y constante. Yo denuncio el peligro del tocamiento obsesivo amparado en los distintos niveles de superioridad. Yo denuncio el riesgo del engaño sin escrúpulos y con intimidación sobre la inocencia de la menor. Yo proclamo la condena para la corrupción del alma ante una vida diminuta y aún blanca.
Creo firmemente en que siguen estando indefensas. Que la letra de la ley de enjuiciamiento no las ampara. A los escribidores de la ley de enjuiciamiento se les secó la tinta de tan poco usarla. Los intérpretes de la ley de enjuiciamiento pasan de puntillas sobre una alfombra abarrotada de espinas y demasiado amarga. Los ejecutores de la ley de enjuiciamiento no observan delito alguno, porque la visión la tienen cercenada y el corazón, ¡ay, el corazón!, que no sangra puesto que todo son acciones temerarias de quienes tan sólo tienen el derecho a plasmar en oficios sus desgracias.
Creo firmemente en que siguen estando indefensas. En una indefensión sin pausa. Ante el abuso sexual ejercido por el hombre –antesala, sin duda, del maltrato y el asesinato en un porcentaje abrumador de casos- la mujer permanece, a pesar de lo que en contra se diga, sumida en un silencio que acongoja, en una dejadez administrativa repleta de paños calientes que provocan su descarado sometimiento, la vejación más abyecta y una brutal descalificación ante el resto.
Por ello, es preciso que de una vez por todas la mujer se levante como una sola voz, gigantesca y clara, que sea capaz de derrumbar, definitivamente, tanta inoperancia, tanta obscuridad, tanta canallada.