A raíz de lo que acontece en Cataluña, el fenómeno del nacionalismo vuelve a estar más de moda que nunca. Esa problemática, pone sobre la mesa el hecho de que la mayoría de los políticos actuales pueden pensar que si no existiera la nación, habría que inventarla. ¿Por qué lo afirmo? A esta pregunta trataré de responder a lo largo del artículo. En cualquier caso, los antecesores de estos políticos, ya dieron vida al ente en cuestión a finales del siglo XVIII y a lo largo del XIX.
En aquellos siglos, se estaba produciendo el desmoronamiento de la estructura del Estado absolutista. Ese hecho fue determinante para el desarrollo de la nación, ya que ello forzó a las élites políticas de aquel momento a renovar su modelo de poder, agotado entonces, si querían seguir gobernando. El despotismo ilustrado terminaba y la soberanía debía cambiar de manos. Era importante que ahora ésta recayera sobre “algo” que representara un cierto nivel de progreso, pero que a la vez no dificultara el ejercicio del poder. ¿Por qué no la nación? Es un ente que encuentra un anclaje ideal en los Estados modernos de aquel entonces; además es abstracto y requiere que otros gobiernen por ella, puesto que, evidentemente, no tiene voluntad. Lo que, de inmediato, planteó otro dilema: ¿quién hablará por la nación? La élite política que va a afirmar representarla. De esta manera, la soberanía recaerá, como ente indivisible, en la nación, pero seguirá siendo ejercida por una élite (haya cambiado ésta o no). Es una admirable maniobra de gatopardismo, se puede apreciar que la continuidad de quienes ejercen el poder es palpable.
Las élites habían dado a luz a algo muy grande y ahora, para legitimar el poder y asegurar un uso del mismo sin sobresaltos, solo quedaba que el resto de la población sintiese afecto por su criatura. Massimo D´Azeglio apreció esta necesidad al instante y dictó: «Hemos hecho Italia, ahora tenemos que hacer los italianos”. Era el momento de crear vínculos emocionales para con la nación, y que ésta adquiriera un carácter movilizador. Para lograr ese objetivo, había que imbuir en las personas un sentimiento de pertenencia, por lo que, en primer lugar, había que potenciar unos rasgos comunes. Por tanto, se trató de homogeneizar los elementos culturales preexistentes, con la finalidad de que fueran compartidos, y asimilados, por la totalidad de la población. En este campo se trabajó principalmente sobre la lengua, un elemento identitario especialmente relevante, pero también se hizo sobre algunas tradiciones. A su vez, en este proceso no se olvidó que las personas, como animales simbólicos que somos, comprendemos mejor los conceptos a través de los símbolos. De este modo, el siglo XIX fue un inconmensurable productor de banderas, himnos, monumentos, etc.
No obstante, configurar una identidad colectiva de este calibre exigía algo más: modelar un pasado común. Incluso, va a ser un pasado que, en muchas ocasiones, se retrotraerá más allá de la existencia de la nación. Esto es, a todas luces, una contradicción insalvable que, sin embargo, los nacionalistas no ven como problema. Así pues, se exaltarán proezas realizadas en tiempos remotos, por individuos o grupos, cuyo único nexo con la actual nación es que sucedieron en el mismo territorio. A través de estos acontecimientos, se presenta una continuidad y se atribuye una mística fortaleza a las gentes que, a día de hoy, forman parte de este proyecto. Dicha contradicción también alberga otro elemento, y es que cuanto más atrás se sitúe en el tiempo, mayor legitimidad es capaz de obtener. Parece que se busca un aval que solo la antigÁ¼edad es capaz de proporcionar.
De esta manera, se ha logrado que las personas amen a su nación. Se ha creado un sentimiento, se ha creado el nacionalismo. Incluso, se dice que hay gente dispuesta a derramar la sangre por su nación, pero mayoritariamente la de otros. Y es que el nacionalismo, como cualquier identidad colectiva, es per se excluyente, y siempre encontrará un “otro” sobre el que volcar sus frustraciones (esto, con casi toda seguridad, nos resultará familiar). Es ahora cuando me permito responder a la pregunta que formulaba al principio: la nación para las élites tiene un carácter instrumental, es decir es un medio para conseguir, mantener o aumentar el poder, siendo éste el propio fin.
Rajoy puede considerarse un patriota, pero entre bastidores reconoció que le suponía un “coñazo” asistir al desfile (sin duda prefiere el poder a su españolismo). En Cataluña también hay quienes están interesados en fomentar su propio nacionalismo, que no olvidemos es un sentimiento y puede apelarse a él. El nacionalismo catalán es beneficioso para las élites territoriales de esa región, quienes sí sacarían provecho de él. Mientras, en España, y en cualquier otra nación con Estado, el nacionalismo es un instrumento de unidad que facilita la labor de gobierno. Se puede entender también como una especie de legitimidad; antes venía de Dios, luego de la nación, y ahora se habla de soberanía popular, ¿pero cuál es la diferencia material con la soberanía nacional? El concepto de representación política actual es muy parecido. ¡Menudo lío le han hecho a Rousseau y a su voluntad general! Finalmente, después de todo este maremagno, aún hay nacionalistas que arguyen que la nación ha existido siempre y que solo aguardaba a que alguien la despertara. Quizá deberían haberle dejado dormir.