Seguramente la mayoría de los nacionalistas, como la mayoría de los españoles, son gente normal y correcta, ciudadanos que cumplen con sus obligaciones y personas dispuestas a hacerle un favor a algún vecino. También estoy seguro de que los nacionalistas violentos son una minoría. Dicho esto (para que se sitúen mis ideas en un sentido político y no personal ni moral), afirmo lo que me parece una evidencia histórica: los nacionalismos regionalistas españoles (para entendernos, aunque ellos rechacen la palabra “región”, hoy convertida en un tabú) desde sus orígenes románticos presentan una dificultad, que parece intrínseca, a adaptarse al pensamiento liberal y democrático. Tanto el nacionalismo vasco como el catalán -el primero más cercano al carlismo- crecen en el humus ideológico de un tradicionalismo que niega la Modernidad y la Ilustración. Para aquellos “protonacionalistas” -carlistas, tradicionalistas, foralistas, todos profundamente católicos y conservadores- de la época romántica, éstas eran fuerzas que venían a hacer tabla rasa de las realidades históricas naturales, de las culturas. Para el Liberalismo hay individuo -abstracto e igualado- y Estado. Dos abstracciones extremas que dejan fuera las realidades intermedias, tan queridas de la ideología tradicionalista: familia, región, grupo religioso, gremio. El corporativismo, muy significativo en la Doctrina Social de la Iglesia, también está cercano a este mundo ideológico. Todo este magma ideológico presente cierta diversidad, pero tiene en común el rechazo de la Ilustración y del Liberalismo.
Aquí están las raíces del nacionalismo, no lo olvidemos. Aunque luego, históricamente la izquierda y la extrema izquierda se suben a este carro que, evidentemente, no es el suyo. En el caso catalán, tenemos figuras intelectualmente interesantes, como el obispo de Torras i Bages, autor de la “Tradición catalana”; y el político y escritor mallorquín Joan Estelrich, amigo de Paul Claudel y vinculado al tradicionalismo francés de L’ Action FranÁ§aise. En el caso vasco, con su fundador Sabino Arana ya no encontramos mucha sutileza intelectual y aparece un componente racial, que no está presente en el nacionalismo catalán, más de índole cultural. Sin embargo, a pesar de su diversidad, les une un mismo sentimiento antiliberal y el rechazo del nuevo mundo industrial y urbano, frente a la antigua cultura rural y pre-moderma. Rechazo en suma, de lo que, para Gustavo Bueno, es el rasgo caracterizador del progresismo: la construcción del Estado como un proceso racionalizador.
Damos un salto en el tiempo y nos situamos en 1936. Recién proclamada la República, Company declara unilateralmente el una “república catalana como estado integrado en una federación ibérica”. Poco le importaba a Company que esto fuera un acto de lesa ilegalidad y que la República española no fuese definida como confederal en su constitución. Es más: no existía todavía tal constitución. A Company, como nacionalista, no le importa mucho el formalismo democrático.
Damos un paso histórico más y nos situamos en 2010. El Tribunal Constitucional emana una sentencia que ellos (los nacionalistas de todos los partidos) no aceptan y reconocen que no piensan acatar. No se trata de algo coyuntural, aunque el ruido de los trapicheos políticos del día nos dé la engañosa sensación de que se trata de un problema pasajero que se resolverá con el tiempo. Es, por el contrario, una divergencia más profunda de lo que parece y tiene, como estamos viendo, raíces históricas.
La sustancia política de la democracia -ahí está la clave- es de naturaleza jurídico-formal. Hay unas reglas de juego que hay que respetar, aunque, en ocasiones, estas reglas salten por encima de enormes realidades, de grandes diferencias que queda anuladas. Es una realidad, por decirlo en una fórmula, convencional, no sustancial. El pensamiento político nacionalista, fiel a sus orígenes, tiene un carácter que se acerca más a los moral y hasta a lo religioso. Defiende verdades trascendentes, indiscutidas; verdades que el formalismo democrático no puede poner en duda. Es cierto que buena parte de este nacionalismo es de izquierda y agnóstico; sin embargo, siguen en el mismo juego que sus antepasados integristas: las verdades esenciales no pueden ser dirimidas por una mayoría; ni siquiera son opinables. Esto, que en el terreno religioso y moral es lo normal (respetando el pluralismo y estableciendo la autonomía de estas realidades en sus propios ámbitos), en el terreno político, disuelve cualquier posibilidad de juego democrático.
Desde Sabino Arana a Arzallus, desde Torras i Bages hasta Carol Rovira (¡qué diversidad!) ha llovido mucho, pero los nacionalistas siguen teniendo a la Ilustración y al Liberalismo como cuerpos extraños que no terminan de asimilar.