Aunque sus actores locales y externos parezcan nuevos, la escena política libanesa mantiene parámetros históricos: misma hipocresía, corrupción dirigencial y asesinato político como forma de anular la democracia y la libertad.
Nada ha cambiado en 40 años. El viejo papel de Yaser Arafat es hoy representado por Hasan Nasrala, el estado ilegal dentro del Estado que en los 70 instrumentó la OLP con ayuda de Siria, hoy lo desarrolla Hizbulá apoyado por Irán. La resultante: un país al límite de una confrontación sectaria impredecible. La comunidad internacional debe reconocer a Líbano como país ocupado por regímenes delincuenciales como el sirio-iraní. Hizbulá, su marioneta local, decidió mantener un ejército armado por Damasco y Teherán y todavía cuenta con poder y recursos para eliminar físicamente a opositores, pero no es probable que se haga dueño del poder absoluto. Y si lo intenta, provocará una nueva guerra civil de magnitudes inconmensurables.
Nasrala se ha convertido en el enemigo público número uno de los suníes. Estimular la cultura de la muerte y la destrucción lleva su precio. Nasrala comenzó a entenderlo al ver las movilizaciones tras la muerte del general Hasan. Su discurso sobre la resistencia de la nación islámica es rechazado mayoritariamente por el pueblo libanés. Saben perfectamente que se busca mantener cercenados y asfixiados sus derechos. Hizbulá ya no podrá congelar las ideas sobre libertad de los libaneses, ellos han decidido alejarse de su degradante concepción intelectual, la bomba que se llevó la vida del jefe de la seguridad policial abrió el camino a los ciudadanos hacia una elección verdadera.