Al llegar estas fechas, me embarga una cierta tristura, una extraña soledad; y eso que, sólo con hijos y nietos, somos 24. De niños, comenzaba un tiempo nuevo, un tiempo de rito y de celebración. No sabíamos que contribuíamos al canto de la vida que supone el solsticio de invierno para que no se acabase la luz y volviera a salir el sol después de la noche más larga del año.
“Los ritos son necesarios”, le dice el zorro al Principito, “un rito es lo que distingue un día de otro, un tiempo de otro similar”. ¿Qué más dará una fecha que otra si el tiempo es usura de la vida? Ni sabemos cuándo nació Jesús, pero sí que en estos días se celebraban las noches más largas del año.
Necesitamos la celebración siguiendo el curso de la naturaleza. Antes, celebraban la siega o la vendimia, los ritos de amor o de paso. O fiestas religiosas que venían a coincidir con ancestrales costumbres relacionadas con los ciclos de la agricultura. Hoy celebramos el permanecer vivos y tratamos de dar sentido a cada momento de nuestra existencia porque se nos escapa el sentido de la vida. Algo no va bien en el mundo y no nos atrevemos a corregir las causas contentándonos con aliviar algún efecto de esa injusticia estructural, para calmar algo la conciencia. De ahí las limosnas y los aguinaldos. Nos entregamos a un consumismo descabellado. Nos echamos a la calle a comprar para éste o para el otro, mientras durante el resto del año no somos capaces de encontrar un momento para saber cómo se encuentra, para escucharlo. Corremos el riesgo de convertir al otro en objeto de nuestra solicitud, cuando siempre essujeto que sale al encuentro y nos interpela.
Es nuestra asignatura pendiente, escuchar y acoger, dejarnos querer sin abrumar con nuestros consejos o con nuestros regalos. Dejar a las personas como están sin intentar cambiarlas. ¿Por qué cuando alguien dice que nos quiere pretende cambiarnos? Pero si tú me has conocido así, como un disparate que complementaba el tuyo, ¿por qué ahora que vamos madurando pretendemos cambiarnos? Deja a las piedras que sean piedras sin intentar transformarlas en pan. Cuando nos conocimos, nos sabíamos alas de un mismo vuelo, no nos deteníamos a mirarnos uno al otro sino que aprendimos a mirar juntos en la misma dirección; a compartir el pan y el vino pero sin morder el mismo trozo ni beber del mismo vaso. Aquel día, después de una crisis, comprendimos las palabras de Khalil Gibrán: Sed como las columnas del templo, todas sostienen la bóveda pero el aire circula entre ellas.
En estos días de algarada tratemos de recuperar la cordura: no es Navidad porque lo digan los grandes almacenes. No es preciso agobiarnos gastando un dineral; ni comer y beber hasta perder el gusto por la comida y la bebida. Nos obligamos a reír y a divertirnos y, al final, es eso: nos di-vertimos, nos apartamos de nosotros mismos y del camino,extraviándonos. ¿No es en estas fiestas cuando nos acomete una extraña soledad, una especie de vacío que llamamos nostalgia y que no es más que angustia? Se diría que tenemos que caer bien a todo el mundo, felicitar hasta a las farolas y empeñarnos en retrasar la hora del sueño como si temiéramos no seguir viviendo. Esta es la más oculta razón de los ritos en el solsticio de invierno mientras que, en el de verano, por San Juan, tenemos que celebrar con cantos, bailes y hogueras la necesidad de afirmarnos y de perpetuarnos con todo nuestro ser.
Para esto sirven los ritos y las celebraciones, para afirmarnos y aceptarnos, para asumir nuestra maduración y tratar de ser coherentes con las aportaciones de ese tiempo nuevo que vamos haciendo, porque el tiempo no existe. Lo hilamos según lo vamos necesitando; por eso hay un tiempo cronos, siempre igual, y un tiempo kairós, un tiempo existencial, de plenitud y de alborozo, de celebración y hasta de exceso.
Por eso tenemos que aprovechar todos los momentos especiales para hacernos cómplices con la vida, y sostener con Sábato: “Tengo la convicción de que debemos penetrar en la noche y, como centinelas, permanecer en guardia por aquellos que están solos y sufren el horror ocasionado por este sistema que es mundial y perverso. Un grito en la mitad de la noche puede bastar para recordarnos que estamos vivos, y que de ninguna manera pensamos entregarnos”. Reconocer que nos debemos a nosotros mismos un gesto absoluto de confianza en la vida y de compromiso con el otro. Así lograremos trazar un puente sobre el abismo. Es una decisión que en este momento nos debe abrasar el alma. Como el auténtico honor, que no es sino un reconocimiento que la persona de bien se hace a sí misma. Y el camino, como sugería Kafka, consiste en ahondar en el propio corazón porque eso significa ahondar en el corazón de todos los seres humanos. Ya que todos nos buscamos sin saberlo.
José Carlos García Fajardo
Profesor Emérito de la Universidad Complutense de Madrid (UCM). Director del CCS