Hay un sufrimiento añadido a lo que estamos viviendo, mala praxis política, desahucios, abusos de los mercados financieros y esa larga lista que no sólo empobrece nuestras condiciones de vida sino que empobrece el sentido de nuestra humanidad.
Lo que empeora nuestro ánimo es que no haya alguien que se avergÁ¼ence de lo que ha hecho o ha permitido que sucediera, sabiendo sus consecuencias. Ni culpa por su irresponsabilidad.
Toda acción surge de una intención que repercutirá en los demás y en el mundo. De ahí nace la conciencia moral que procura distinguir entre los principios que gobiernan a uno mismo y la consideración ética de sus acciones. Sin embargo, todo intento de volver a reivindicar valores y principios morales topa con dudas tan antiguas como las que planteó Sócrates: ¿Puede enseñarse la virtud? ¿Cómo se adquiere esta cualidad, si no es posible enseñarla?
La educación del carácter tiene su fundamento en la ética de las virtudes que proclamó Aristóteles: la virtud tiene tres aspectos bien definidos: un comportamiento (una conducta que podríamos considerar como virtuosa, como la generosidad), un sentimiento (se actúa con generosidad porque es bueno, porque hace bien) y una razón (permite reflexionar los motivos por los que ciertos actos son buenos y otros malos). De poco sirve adoctrinar sin la práctica y la integración emocional de la virtud: no es la razón, sino el sentimiento, el que nos mueve a actuar.
Ahora se insiste en recuperar valores. ¿Cómo lo haremos para integrarlos a nuestra vida? ¿Sirven los de toda la vida, o están en proceso de transformación? Pocos admitirían hoy una educación en valores que fuera sinónimo de socialización.
Nos quejamos de crisis de valores, se exige más educación moral, pero a su vez nos parece un discurso anticuado. Como apunta A. MacIntyre, “la moral puede favorecer demasiadas causas y la forma moral provee de posibles máscaras a casi cualquier cara”.
Los antiguos se preguntaban: ¿cómo debemos vivir? Hoy la pregunta puede ser otra: ¿qué podemos ser? Entramos en sociedad con múltiples papeles asignados, con guiones previamente escritos que infieren lo que está bien y lo que está mal. Cuenta Victoria Camps que “la ética de la modernidad es una ética de los deberes, a diferencia de la ética antigua, que era de las virtudes. A la ética le concierne establecer las obligaciones que unen al individuo con la sociedad en la que vive”. Ocurre que no son leyes, sino códigos de conducta que acaban dependiendo de la responsabilidad propia.
Ejemplo de integridad fue Kant. Su propuesta de moral (justicia, paz, libertad…) sólo encuentra refugio en la idea de que el deber moral supremo es el respeto, a uno mismo, al otro y a la humanidad. La dignidad y la libertad, el ser humano como fin en sí mismo. Eso lo entendemos todos y la mayoría estamos de acuerdo. ¿Por qué tenemos la sensación que el mundo se parece más a la ética del miedo de Hobbes que no a la conciencia moral kantiana?
La consideración de que el mundo se hunde y de que no tiene solución gana en personas sumidas en el resentimiento, la indignación y la culpa. Todos se manifiestan en nuestras relaciones interpersonales, que determinan el sentido de nuestro comportamiento social.
Esos sentimientos y sus contrapartidas positivas, el agradecimiento, el perdón, el reconocimiento o la solidaridad, constituyen un sistema de relaciones interpersonales que dan cohesión al tejido social: “La sensibilidad moral es todo un sistema de alarmas que tenemos los humanos y que nos permiten cuidar nuestras vidas y las de los semejantes”. Salimos así de la cueva interior, de creer que la moral se origina en la interioridad del sujeto.
Nada es más desesperanzador que convivir con la miseria moral. A la dignidad del pobre se opone la indignidad del mísero, aquel que vive alejado del amor, desconectado del corazón.
Nos sirven los universales de Kant, el método aristotélico y la más moderna ética aplicada. Todo ello en el juego de la acción social, las relaciones interpersonales, a través de las que intuimos y elaboramos aquello que nos parece que es el bien mayor. Aspiramos, por el bien de todos, a una mayor sensibilidad moral (respeto y dignidad), una mayor capacidad de ser para uno (responsabilidad), para los demás (vínculos éticos y compasivos) y para el mundo en su conjunto (valores cívicos).