«No tiene por qué ser verdad lo que todo el mundo piensa que es verdad»
(Andersen, moraleja de 1873)
Nuestros emperadores y soberanos -esto es, el mercado neoliberal y los efluvios de su poder– no van en absoluto desnudos. Si acaso, se diría que encima de un traje llevan otro: van disfrazados. Al resguardo de un manto pro-social de respeto y cuidado por la vida, mostrando una engañosa faz de “biopolíticas”, el verdadero ropaje que le es consustancial al neoliberalismo (la necropolítica) es en realidad responsable -como sostiene en su último libro Achile Mbembe- de «un devenir negro del mundo«. Desnudemos, pues, brevemente aquí al poder de su engañoso celofán multicolor para intentar atisbar la problemática de su auténtica negritud espiritual; la cual, huelga decirlo, va más allá de la externalidad de su vestimenta y se inscribe en la íntima fisiología política del terrible poder que nos gobierna.
Necropolítica
“Necropolítica” es hoy por hoy un término relativamente en boga que, mal que bien, suele emplearse con mucha frecuencia especificando poco o nada acerca del lugar que debería ocupar en el mosaico epistemológico de la filosofía política. Algo similar sucede con su genealogía, la cual suele resolverse con una ontología del presente que apenas retrocede hasta fenómenos tan paradigmáticos como el nazismo, el terrorismo, el narco-mundo, los grupos paramilitares o las máquinas de guerra contemporáneas. Sin embargo, es perfectamente posible diferenciar su espacio conceptual en oposición al que, por ejemplo, ocupa la noción de “tanatopolítica” elaborada por Giorgio Agamben[1]; o incluso establecer su punto de efervescencia con anterioridad al nacimiento de la «biopolítica«, tal y como la presentara Michel Foucault[2].
Santiago López Petit[3] lo dice sin rodeos en la introducción al último libro de Clara Valverde: “el poder es poder matar” y, de hecho, quien puede hacerlo es porque “tiene el poder”. Cuestión que, siendo una verdad “esencial”, ha sido sempiternamente sustraída al populacho porque su constatación resultaría “profundamente desestabilizadora” del orden establecido. A su ocultamiento han contribuido los procesos históricos de “legitimación del poder”, minuciosamente dedicados a esta labor bien sea “apelando a Dios, a la sociedad o al transcendental que en cada momento fuera más conveniente”. Pero la “coartada más inesperada” fue creada desde el interior del propio poder, señala López Petit, cuando éste desplegó su “acercamiento a la vida con la excusa de protegerla”: entonces “el poder se vistió de biopoder”.
A partir de la segunda mitad del siglo XVIII, dice el canon del biopoder foucaultiano referido por López Petit, la anatomopolítica disciplinaria se transforma en un poder con “rostro más humano” que aspira “a regular un cuerpo” de “innumerables cabezas, es decir, la población entera”. La diferencia esencial entre ambas formas de poder, el de soberanía y el poder biofílico, es que mientras el primero “hacia morir o dejaba vivir”, el segundo, “en cambio, interviene para hacer vivir”. Este hacer vivir presenta de entrada, como apunta López Petit, una problemática ética nada despreciable, pues, sin duda, “la otra cara del «hacer vivir» es el terrible «dejar morir»”.
Es la paradoja que presenta el biopoder desplegado a partir del siglo XIX: pese a que su promesa radica en mantener con vida a los segundos, el poder “expon[e] a la muerte no sólo a sus enemigos sino [también] a sus ciudadanos”. Y tal vez la respuesta a esta encrucijada, como señala López Petit, resida en lo de engañoso que tenga “el abrazo del poder a la vida”, pues, es evidente que “la intervención sobre la vida presupone y requiere matar”. Así es como se “desvela la verdad de la biopolítica” y nos apercibimos -aquí viene la clave- de que, en realidad, “la biopolítica es en ella misma necropolítica, es decir, una política de y con la muerte”.
Totalmente de acuerdo con López Petit, pese a que mantenga ese silencio en torno al cierre categorial de la noción de necropolítica –quizá no pueda pedirse más a una introducción- y continúe transitando una vaga acusación de su ejercicio en el marco del neoliberalismo. Lo cierto es que las necropolíticas no sólo se ven, sino que se sienten: le invaden el cuerpo a uno para matarlo fulminantemente o, en su defecto, obrar dicha labor con algo más de lentitud y rentabilidad.
Tomamos nota de la ausencia de una debida circunscripción epistemológica y ontológica de la idea de necropolítica, y nos emplazamos para su elaboración si así lo quieren -y resulta no ser demasiado tarde todavía. Mientras tanto, continuando con López Petit y la obra de Clara Valverde, conviene atender al “objetivo declarado” de la política neoliberal que, tal y como estos autores sostienen, es “acabar con los excluidos”. Los excluidos –“desde los pobres a los discapacitados y dependientes, pasando por los jóvenes o los ancianos sin recursos”- “no son rentables”, “no son empleables”, son “obstáculos” que “desbocado en su marcha adelante destruye” el capital. En efecto, este es el “poder matar” del poder que “se materializa en políticas concretas” –necropolíticas, entonces- como la reducción de las dotaciones para prevención, intervención o rehabilitación social, para la sanidad pública, la formación, los subsidios, etc. Un poder que pone en práctica la “política de la desaparición” –la desaparición de los cuerpos muertos de los ciudadanos que debía proteger y, previamente, la de su vida.
Esta “política de la desaparición” confiere a la muerte “un nuevo estatuto”, en tanto que “la necropolítica vincula, absolutamente, política y muerte, y no permite ninguna exterioridad.” Ahora bien, si eso es así, tan evidente, tan rampante, cómo es, se pregunta López, que hay “tanta normalidad”, ¿por qué no sale a la luz “el campo de guerra que subyace bajo nuestra imperturbable normalidad”? La respuesta, efectivamente, es que algo “recubre el campo de guerra y lo oculta, como la luz oculta la oscuridad”. Pero “hablar de necropolítica no implica simplificar el discurso ni confundirlo todo” recurriendo a grandilocuentes frases al estilo de la anterior tal y como -decíamos al principio, bien que de forma interesada, o por dejadez- suele hacerse en la actualidad.
En última instancia, la contra-necropolítica, la tarea de desenmascarar el verdadero trabajo de la muerte del neoliberalismo –elaborando, pues, un sentido insólito de biopolítica– aspira, señalan López y Valverde, a proporcionar “una alianza política entre todos y todas”. Una alianza que, todo sea dicho, tiene mucho que ver con un recurso contra-terológico[4], con recuperar a esos monstruos que el poder ha ido creando para justificar su intervención. Recurrir “a los espacios intersticiales como lugar de encuentro”, a “la empatía radical como base de una unión sin unidad”, e incluso a “la propia vulnerabilidad como el modo más radical de hacer frente, paradójicamente, a la necropolítica”. “
«Todos somos (potencialmente) excluídos»”, sentencia Valverde.
A falta de un comentario más exhaustivo de la estupenda obra de Valverde –el cual me reservo para otra ocasión- me limitaré a plantear un par de cuestiones que surgen durante la lectura de su prólogo. La más punzante de todas es la que pone en disyuntiva la hipotética alianza política universal que sugieren López y Valverde: en tanto que prácticas, actualizaciones, dispositivos y tecnologías, digo yo que tras estas necropolíticas habrá -al mando del necropoder- un artífice o artífices con los que, no cabe discutirlo, la situación es irreconciliable. Qué cosa hiciéramos con ellos y ellas si estuviera a nuestro alcance, es algo que deberemos acordar quienes quedemos cuando por fin llegue ese momento. La cuestión más preocupante es, sin embargo, cómo haremos frente con nuestra absoluta vulnerabilidad -nuestra impotencia para esgrimir ciertos recursos- a un poder todopoderoso que, valga la redundancia, todo lo puede: hasta administrar la muerte en un formato de liberación prolongada, o de sopetón.
Bienvenidos y bienvenidas a la era del necropoder; sigan esa luz, nos re-encontraremos al final del túnel.
NOTAS
[1] (Biset, 2012)
[2] (Castro, 2012)
[3] (Valverde, 2015)
[4] Esbozo el primer capítulo de una torpe aproximación a este fenómeno, así como al hecho de su genealogía, acá: En torno a la necropolítica. Teratología y ecología del poder, Ensayos de Filosofía, 1 abril 2016.
BIBLIOGRAFÁA
Biset, E. (2012). Tanatopolítica. Nombres. Revista de Filosofía, XXI(26), 245-274.
Castro, E. (2012). Michel Foucault. El poder, una bestia magnífica. Buenos Aires: Siglo XXI.
Valverde, C. (2015). De la necropolítica neoliberal a la empatía radical. Violencia discreta, cuerpos excluidos y repolitización. Barcelona: Icaria.