Los de arriba dicen: la paz y la guerra
son de naturaleza distinta.
Pero su paz y su guerra
son como viento y tormenta.
La guerra nace de su paz
como el hijo de la madre.
Tiene
sus mismos rasgos terribles.
Su guerra mata
lo que sobrevive
a su paz.Bertolt Brecht
Uno de los indicadores de calidad de la democracia es el diálogo, entendido como una conversación constructiva entre colectivos que buscan llegar a acuerdos necesarios para la convivencia en sociedad.
Para que haya un diálogo honesto y fructífero se necesita, entre otras cosas, que los interlocutores se comprometan a usar las palabras con propiedad. Hablar con propiedad o usar las palabras de forma apropiada implica tener un buen conocimiento del léxico disponible y escoger en cada momento aquellas palabras cuyo significado sea acorde con la idea que queremos transmitir. El uso apropiado del léxico excluye, por supuesto, cualquier intento de utilizar las palabras para distorsionar, encubrir o maquillar la realidad.
Si analizamos los discursos e intervenciones de buena parte de los representantes políticos, nos daremos cuenta de que éstos no destacan por ser hablantes modélicos que usen las palabras pertinentes para cada situación. Muchos de ellos tienen estudios y conocen muchas palabras, pero a menudo las tratan mal, las convierten en artificios al servicio de mezquinos intereses.
Son varios los “vicios” léxicos que se pueden imputar al gremio de los políticos profesionales (o a una parte del mismo):
- Recurren en exceso a las llamadas “palabras comodín”, es decir, palabras muy vagas que pueden encajar en muchos contextos diferentes (“cosa”, “situación”, “hecho”, “hacer”, “esto”, “algo”, “uno”, “otro”, etc.).
- Construyen frases deliberadamente ambiguas.
- Abusan de eslóganes con un acusado déficit de contenido.
- Recurren a eufemismos.
- Aplican nombres que denotan grandes valores o ideales a situaciones que, por su crudeza y por sus carencias manifiestas, no son merecedoras de tan nobles palabras.
De todos los hábitos comunicativos destacados, quizás el último es el que socava más los cimientos del diálogo democrático y genera más desafección en la ciudadanía. Veamos a continuación varios ejemplos que ilustran esta práctica.
Los viejos y nuevos arribistas de la casta llaman «democracia» a meter una papeleta en una urna cada cuatro años y aguantar el continuo flujo de reproches en que se han convertido muchos debates parlamentarios.
Llaman «libertad» a la capacidad de elegir entre la Pepsi y la CocaCola (símil acertadamente utilizado por Pablo Echenique).
Dicen que hay “igualdad” entre los españoles porque está escrito en un papel.
Llaman «derechos» a unas cuantas banderas que conviene agitar en campaña electoral.
Llaman «civismo» y “responsabilidad” a estarse en casa callado y quietecito tragando los narcóticos que expende habitualmente la tele.
Llaman «solidaridad» a hacer el paripé en navidad.
“Independencia” llaman a un entramado de dependencias que no son siempre evidentes.
Llaman “realidad” a lo que no es más que su percepción del mundo, condicionada por todo tipo de prejuicios, intereses y emociones.
Llaman “posible” a lo que les beneficia e “imposible” a todo aquello que desafía sus privilegios.
Llaman «ética» a las últimas líneas rojas que es mejor no traspasar para que la sociedad no pete del todo.
Llaman «servicios públicos» a un apetitoso pastel para repartir entre los amigos del cole.
Llaman «educación» a la constante reproducción del sistema social establecido.
Llaman «mercado» a una lucha entre depredadores.
Llaman “diálogo” a un choque entre monólogos.
Llaman “desarrollo” a agrandar la rueda giratoria en la que corren, atrapadas, millones de personas “diligentes y responsables”.
Llaman “política” a una carrera, llena de trabas y codazos, para convertirse en alguien importante.
“Estabilidad” es su palabra favorita para encubrir el magma de insatisfacciones comprimidas que amenaza con estallar.
“Periodismo” llaman a los dardos venenosos que se tiran entre sí los tertulianos desde sus trincheras televisivas.
“Lealtad” es su palabra suave para encubrir la adhesión inquebrantable al amo de turno.
En bastantes ocasiones se llama “partidos políticos” a organizaciones que tienen un inquietante parecido con la mafia.
“Prosperidad” tiene para ellos una definición tan simple como mezquina: perras en el bolsillo de la gente y el domingo, a gritar al fútbol.
“Competitividad” es el nombre que aplican a un juego perverso en el que, para ganar unos, otros tienen que perder.
A la emigración forzosa resulta que hay que llamarla “movilidad exterior”.
“Moderación” llaman muchas veces a lo que no es más que cobardía.
“Razonable” es el adjetivo que le dedican a aquello que no excede los límites del orden establecido.
“Paz” es el vocablo que le aplican a la situación de guerra soterrada, al conflicto de intensidad variable que recorre nuestra historia, como bien supo expresar B. Brecht en el poema citado al principio.
“Sensatez” es para ellos no elevar mucho la voz no sea que el líder se mosquee.
Su “prudencia” es un manual lleno de trucos y tácticas para nadar y guardar la ropa (o al menos intentarlo).