Somos muchos los que al volver de las vacaciones, y ante la pregunta qué tal han ido las cosas, solemos responder con un tono de nostalgia «muy bien… pero cortas». De todas formas, al menos en mi caso, este verano no lo recordaré por los distintos planes de descanso que haya podido realizar. De modo especial, por este mes de agosto del 2008, las vacaciones serán recordadas por las olimpiadas, por la tragedia de Barajas y por la crisis que estamos atravesando.
Por lo que respecta a nuestro país, el terrible accidente y la fuerte crisis que nos acecha, son dos temas que nos unen a todos y nos tocan muy de cerca. Y a la espera de posibles soluciones por parte del gobierno, el reciente anuncio de la ministra sobre la ampliación del aborto ha desconcertado a muchos. Empezar el mes de septiembre con un anuncio de este tipo parece más una estrategia para desviar la atención de los problemas que realmente nos preocupan, que no un intento de conseguir la armonía y prestar verdaderas soluciones ante los problemas de los ciudadanos de este país. Tan inevitable como esperado, el debate ya está servido.
De este modo se ha abierto la brecha a una nueva batalla que librar. Podríamos considerarla una batalla a favor de la vida, de los niños, de la justicia… pero el problema que se plantea quizás sea más profundo. Se podría considerar que el problema nace por no apreciar realmente la dignidad que se merece el ser humano. Pero esta dignidad… ¿en qué se fundamenta?
La civilización romana tenía un aforismo que hoy en día posee aún plena validez: Homo sum, et nihil humanun alienum a me puto. Es decir: Soy hombre, por tanto nada humano me es ajeno. La dignidad del ser humano es el valor principal, a partir del cual se van configurando todos los demás valores relativos a la persona. Esta dignidad nos viene dada, ya sólo por el hecho de pertenecer a la especie humana, y es la que nos hace sujetos de derechos y deberes, y por encima de todo, de respeto.
Si se considera que un objeto tiene mayor valor en la medida en que sirve mejor para la supervivencia y mejora del ser humano, ayudándole a conseguir la armonía y la independencia que necesita y a las que aspira, entonces debemos considerar que el valor propio que posee la persona es supremo. Precisamente el valor que poseemos los seres humanos difiere totalmente del que poseen los animales o los objetos. Las cosas tienen un valor de intercambio, son reemplazables; sin embargo los seres humanos somos únicos e irreemplazables. Por ello, todo ser humano, es merecedor de respeto, por la dignidad misma que se merece. De esta forma también cabe afirmar que los hombres no deben ser utilizados y tratados como objetos, las cosas pueden usarse y manipularse, pero los hombres no. El respeto a la persona es la consecuencia de la dignidad que posee como tal. El filósofo Kant afirmaba que la dignidad humana es el valor supremo del hombre. Para este filósofo cada ser humano es un fin en sí mismo, y ningún individuo debe ser tratado como un medio.
Todos los seres humanos poseemos la dignidad propia que nos viene dada, que se deriva desde el primer inicio de nuestra vida, y resulta imposible perder esta condición, ya que es independiente del resto de los condicionantes a los que estamos sujetos.
Si esta dignidad humana tan sólo la basáramos en la capacidad de poder orientar la propia vida, y sólo fueran dignos aquellos capacitados de pensar y decidir, pensemos que no solamente el feto no puede dirigir su propia vida, sino tampoco el que duerme, el infante o el que está en coma, por lo que ellos tampoco serían dignos.
Si acabamos con la dignidad de la persona, iniciamos el proceso de destrucción de la especie humana.