Con la nueva vida que había comenzado en las chozas del Maestro, Sergei se ocupó de que todo funcionase con normalidad aunque no pudiera participar en lo que ocurría al otro lado del río.
Una tarde, mientras el Maestro daba de comer a las carpas, se acercó y le dijo.
– Mi vida es bastante rutinaria y no sé si avanzo en el Camino. Todos los días parecen iguales, vestirse y comer, dormir y trabajar.
– Somos muy afortunados, Sergei, porque podemos vestirnos y comer, dormimos y trabajamos.
– No te comprendo muy bien, Maestro.
– Anda, vamos a comer y después descansaremos. No hay nada que comprender. Los que han comido y descansado ayer no son los mismos que van a hacerlo hoy.
– Maestro, me siento desconcertado. ¿Cómo no vamos a ser los mismos de ayer, y los mismos de mañana?
– Escucha lo que le sucedió al Buda cuando su primo Devadatta, lleno de envidia por no poder figurar entre sus discípulos más cercanos, lo insultó y lo increpó hasta que movido por la cólera le arrojó un enorme peñasco desde una ladera cuando el Buda se dirigía al baño. El Bienaventurado lo esquivó y continuó su camino sin inmutarse.
– Menudo primo! Así es mejor no tener parientes, como me sucede a mí.
– Al día siguiente, el Buda vio a su primo que se intentaba esconder en una vuelta del camino y se dirigió hacia él para abrazarlo con afecto. – — “¿Pero cómo eres capaz de no guardarme rencor después de lo que te hice ayer?”, – le dijo lleno de pena.
El Bienaventurado Buda de la Compasión le respondió con una amplia sonrisa mientras lo apretaba entre sus brazos: “Porque ni tú eres quien arrojó el peñasco ni yo soy el que pasaba por allí cuando aquella roca se resbaló por la ladera.”
– Guau!
– Todo cambia, Sergei. Como las aguas de este río. ¿Te imaginas que el Buda se hubiera incomodado porque un árbol fuera arrancado por el viento y le golpease? ¿Contra quién iba a dirigir su ira?