El 29 de abril murió en Basilea, donde había nacido y vivido siempre, el químico y psiconauta que, sin proponérselo, iba a cambiar el mundo. Tenía 102 años. Su longevidad, que corrió pareja a su prodigiosa vitalidad, es la mejor demostración de que el LSD, la psilocibina, el ololiuqui, la salvia y, en general, y con algunas excepciones, las drogas mal llamadas alucinógenas no son perjudiciales para la salud.
Albert Hofmann, con el que tuve trato personal, fue el descubridor de la primera sustancia citada e investigó, teórica y experimentalmente, los efectos de las restantes. Su larga y fecunda vida, al hilo de la cual se mantuvo en no menos fecundo contacto con muchos de los intelectuales más notorios de su siglo, lo indujo a escribir obras tan originales, sugestivas, subjetivas y, a la vez, objetivas como El camino a Eleusis, Historia de la LSD, Mundo interior, mundo exterior y Plantas de los dioses. Siruela ha publicado recientemente un libro de conversaciones con Hofmann: El dios de los ácidos. Aconsejo su lectura a quien quiera adentrarse en el misterio de los estados alterados de conciencia y conocer el pensamiento y los sentimientos del hombre que el lunes 19 de abril de 1943 emprendió el viaje a Eleusis y llegó en bicicleta hasta el borde del más allá. En él no le esperaba la muerte, sino la lucidez.
Fue ese día cuando Hofmann ingirió en el departamento químico-farmaceútico de los laboratorios Sandoz, donde trabajaba, una dosis de 250 miligramos de dietilamida del ácido lisérgico (vulgo LSD), agarró su bicicleta, como lo hacía a diario, para volver a casa y atravesó con su vehículo el umbral de lo que Aldous Huxley llamaría unos años después, en otro libro célebre, Las puertas de la percepción. Hofmann no era –no podía ser– aún consciente de que acababa de convertirse en el ciclista más famoso de la historia. En 1789 tomaron la Bastilla los descamisados. En 1917 asaltaron el Palacio de Invierno de San Petersburgo los bolcheviques. En 1943 las carabelas de Hofmann arribaron a las playas de un mundo nuevo: el que se despliega en el interior del hombre. Fue el comienzo de otra revolución: la del movimiento psicodélico. Sigue éste en marcha, subterráneo, poderoso, incontenible, por más que los bienpensantes y los hombrecillos de la llanura, atenazados todos por el síndrome del miedo a la libertad, se empeñen en impedirlo. La semilla, a la larga, germinará. Es de efecto retardado.
Gracias, Albert. Nosce te ipsum: ésa es la consigna. Nos vemos en Eleusis.