El capitalismo del siglo XVII entendió la codicia como una pasión útil que podía suministrar tanto la fuerza para mantener la voluntad de ganar como para limitar las pasiones autodestructivas. En esta utilidad económica de las pasiones se basa la idea de la transformación de los vicios privados en virtudes públicas. La codicia sería socialmente útil porque mantiene la voluntad de ganar por encima de la confortable satisfacción de las necesidades materiales. Cuando la codicia es vinculada a los intereses económicos y limitado su potencial de excitación, se transforma finalmente en lo que David Hume llamaba una “pasión tranquila” de clara utilidad económica y social.
La codicia es también ahora una fuerza dinamizadora de la economía, pero sabemos que puede ser un deseo ilimitado cuyo placer no se cifra tanto en la consecución como en la expectativa. Los mercados financieros han permitido estimular continuamente las expectativas de mayores ganancias y más arriesgadas. Cuanto mayor es la disposición al riesgo, mayores son las ganancias posibles y menor el sentido de responsabilidad. Los bancos apenas pueden poner límites sistémicos frente a los mercados financieros, de manera que no limitan el incremento de beneficios de los valores especulativos.
Cuando los bancos operan en el negocio del crédito, en la financiación de las empresas o en la administración de patrimonios privados, tenemos actividades económicas relacionadas con actividades económicas con fines y objetivos; se extienden en el tiempo y no dependen de acontecimientos o decisiones; en su dimensión social, están vinculadas a relaciones sociales duraderas, que son a su vez fundamento de estabilidad y confianza.
Todo cambia cuando el negocio principal de los bancos consiste en especular en los mercados financieros, cuando no hay inversiones, sino apuestas que no se identifican con los objetos sobre los que se apuesta y son pura autorreferencia. El especulador quiere aprovechar los momentos de incertidumbre con sus apuestas económicas; los concibe como excitación que quisiera repetir continuamente.
Las dimensiones temporales de los mercados financieros contribuyen a las turbulencias emocionales que se siguen de la rápida secuencia de expectativa y decepción, euforia y depresión, codicia y miedo. El horizonte temporal extremadamente corto en el que actúan los brokers y los gestores de fondos excita la expectativa de mayores ganancias en tiempos cada vez más breves.
Los ritmos cortos de los mercados financieros suponen una desconfianza generalizada en la capacidad de controlar el futuro, una explotación excesiva del presente, una economización de las más pequeñas unidades de tiempo y, finalmente, una ruinosa competición en torno al “último momento”, que da la ventaja definitiva a quienes compiten por los mayores beneficios, similar a una de coches hacia un muro en la que gana el último que frene. Como nadie está dispuesto a frenar porque el de al lado frenará un poco más tarde, finalmente todos se estrellan contra el muro.
La codicia de los bancos de inversiones no es una propiedad que habría de predicarse de las personas, sino un principio estructural de su modo de actuar. Es propia de un tipo de competencia en la que rige el criterio de no desaprovechar la oportunidad de un rendimiento todavía mejor.
En la crisis financiera de 2008, la creencia de que los riesgos se pueden calcular, asegurar y vender a otros incitó a asumir aún más riesgos. La matemática financiera consideraba que los riesgos eran calculables y la ciencia económica dominante, mediante la “teoría de los mercados efectivos”, afirmaba poder demostrar la plena racionalidad de la formación de los precios en los mercados financieros. La supuesta protección frente a los riesgos que prometían dichas instancias y mecanismos institucionalizó en los mercados financieros el potencial de adicción que es propio de toda codicia.
Sobre los mercados financieros y en los bancos se han instalado unos procedimientos que actúan de manera exactamente contraria a la neutralización de las pasiones dañinas pretendida por el liberalismo clásico. Si el cálculo de los intereses económicos se revela como una ilusión, entonces no puede haber una mediación entre pasión y razón en los mercados financieros. La codicia no puede convertirse en una pasión tranquila mientras no se reduzca el potencial de excitación de la fancy finance, de los bancos de inversiones y los productos derivados, mientras el oficio de banquero no vuelva a ser -como recomendaba Paul Krugman- un asunto aburrido.
El capitalismo no puede renunciar a la ambición de ganancia, que es tan vieja como el dinero, pero deberíamos poder reducir la gratificación que se concede a la codicia en los mercados financieros de este capitalismo emocional. La función de eso que llamamos gobernanza financiera global tendría que ser un cierto retorno a las emociones tranquilas, a las que se echa de menos en el actual torbellino financiero de las pasiones destructivas.
Daniel Innerarity
Catedrático de Filosofía Política y Social, investigador en la Universidad del País Vasco y director del Instituto de Gobernanza Democrática