Hasta hace unas décadas, la mayoría de las mujeres había subordinado su realización personal y profesional al cuidado de los padres mayores. En el caso de la sociedad española, con más de siete millones de personas de más de 65 años, está claro el avance hacia el modelo de la Europa más desarrollada. “Se trata cada vez de familias más pequeñas, más inestables, con divorcios y formación de nuevas parejas, tardías emancipaciones, movilidad geográfica, y más mujeres trabajadoras” afirma Juan Jesús Aznárez, en La revolución de los afectos.
Esas mujeres hoy no tienen demasiado tiempo, ni les sobran fuerzas para ocuparse de padres mayores que necesitan mucha atención. Los mayores temen a la soledad y a las enfermedades, se sienten indefensos. Suelen ser las hijas, y una minoría de hijos quienes afrontan esa responsabilidad. Esa convivencia es difícil y suele causar estados depresivos en las cuidadoras, ya sobrecargadas de tareas laborales y domésticas. Más de la mitad de los ancianos españoles consume fármacos contra la depresión. En ello influyen procesos degenerativos asociados al envejecimiento, pero las frustraciones personales son sobre todo las principales responsables de estas patologías y de la confusión que derivan del nuevo tipo de relaciones familiares.
En algunas residencias incluyen mascotas, animalitos que se dejen querer, para favorecer otro tipo de relaciones afectivas. Una buena fórmula para paliar la soledad es la presencia de los voluntarios, que se convierten muchas veces en “nietos adoptivos”.
“Hay abuelos que cierran apresuradamente la puerta tras recibirles para que los vecinos no vean que un extraño, no sus hijos, les escucha y proporciona cariño. Los hay que echan pestes de sus hijos, otros que los entienden y otros que no tienen a nadie y están absolutamente solos», dice un voluntario social. “Te llaman llorando. A veces se trata de descolgar el teléfono y escucharles”.
En el fondo, muchos hijos maduros, con el ajetreo de vida actual, no están dispuestos a sacrificar gran parte de su ocio y de su trabajo, de su vida, para atender a sus padres ancianos. La mayoría han cuidado de los hijos a la vez que trabajaban y cuando empiezan a liberarse un poco de esa tarea, comienzan a aparecer las necesidades de mayor atención a los abuelos. Esto suele tener más relación con el sentido de responsabilidad hacia la familia, que con una afectividad verdadera.
Los ancianos de esta generación son personas que se esforzaron por sacar adelante a sus familias, pero que no crearon con sus hijos lazos afectivos sólidos. El mundo de los sentimientos no se abordó con naturalidad y después de tantos años de sacrificios, los mayores ahora se sienten abandonados y reclaman más cariño que cuidados físicos.
“Son consecuencias del paso de un modelo de familia más amplia y corporativa en el cuidado, la de los años sesenta, con redes asistenciales de parientes, amigos, vecinos y organizaciones religiosas, hacia otra más urbana y profesionalizada, con el individuo como núcleo, y prioridades y ritmos diferentes”, señala Aznárez.
Los hijos y nietos viven en este tiempo, muchos no comprenden los requerimientos de sus mayores y llegan a aborrecerlos. Algunas familias pagan a terceros para que les atiendan, otras simplemente los abandonan.
Una parte de estos problemas deriva de la falta de servicios públicos suficientes. Las familias tienen que cubrir tareas que no pueden afrontar, es demasiada carga y pocos recursos. Las tareas del cuidado ya implican al millón y medio de personas mayores dependientes.
La mayoría de los mayores vive en familia: ¿queridos, ignorados o soportados? El cálculo estadístico del sentimiento no es fácil, pero en muchas conversaciones privadas con mujeres cuidadoras, el cansancio es manifiesto. La recomendación de ir a una residencia, es frecuentemente recibida como un edicto de expulsión y desamor. Pero suelen reconocer, de forma comprensiva ante los de fuera: “Mis pobres hijos trabajan tanto que no tienen tiempo para nada”.
Y eso que, en Europa, la situación española es la más favorable. Los llamados apoyos informales son mayores que en otros países europeos. Quedan familias en las que dos o tres generaciones comparten espacio, redes familiares, vecinos, amigos y voluntarios. Esas redes de apoyo son esenciales.
María José Atiénzar Caamaño
Periodista