Obsolescencia programada.
No hace mucho vi un documental en televisión en el que se hablaba a cerca de la vida de los objetos. Tomaban como ejemplo ilustrativo el origen de la bombilla de incandescencia. En sus humildes comienzos, los fabricantes se esforzaban en dotar a sus unidades de una vida útil y provechosa cuanto más larga mejor. Se ensayaron prototipos de las más variadas formas y acabados, y se probó a rellenarlas con una leve mezcla de distintos gases inertes con la intención de prolongar su durabilidad conservando, eso sí, incólumes sus más brillantes características. Se dice que una de aquellas unidades luce todavía, desde hace más de ochenta años, en el parque de Bomberos de Nueva York como un monumento a la tecnología del pasado.
Sin embargo, marcas como General Electric, Philips, Osram y otras, decidieron ocultamente llegar al acuerdo de diseñarlas de tal forma que su duración no excediese de una vida útil de 1000 horas y las publicitaban de tal modo que hacían ver al consumidor que la supuesta virtud era un logro técnico y no un plan programado con la intención de reemplazar constantemente mediante su fabricación en cadena a aquellas que iban fundiéndose por el camino.
De forma análoga operó la industria automovilística. Buick, Chevrolet y Oldsmobile entre otras, lanzaron al mercado modelos más sugestivos en sus formas y acabados, aunque menos duraderos tras el éxito mecánico del famoso Ford T, modelo del que se vendieron más de 15 millones de unidades pese a su sobriedad, debido sin duda alguna a su precio asequible y la fiabilidad que ofrecía. Siguieron las mismas directrices de fabricación el Nylon para medias, las fibras sintéticas…
Si miramos atrás, sucedía lo mismo en nuestra casa. Cuando un televisor se estropeaba, venía un técnico y lo reparaba en el sitio y en el acto. Una y otra vez. Lo mismo sucedía con el coche, la lavadora, la radio… «Igualico que ahora…». Nos han metido en la cabeza (y en el bolsillo), que es más práctico reemplazar que reparar. Casi nos han obligado. La mayoría de los electrodomésticos, equipos informáticos y muchos automóviles, tienen una vida útil programada. Es así. Su alma electrónica contiene de un contador de horas o de usos, que le provoca la avería, ideada para que su reparación sea llevada a cabo exclusivamente por el fabricante o servicio técnico oficial, en el caso de que pueda realizarse, y si no para que el artefacto en cuestión sea desechado y automáticamente reemplazado por otro nuevo de mayores prestaciones a un precio ridículo si lo comparamos con el coste de la reparación.
Hemos tomado nota de la naturaleza. Sucede lo mismo. O al menos debería de ser. Unos se van para que otros lleguen. Es así. Excepto, claro, en la especie humana, cuya sobreproducción dará al traste con la propia existencia de nuestro género. Se producen muchos más individuos de los que se marchan, puesto que hemos alargado artificialmente la vida útil de las personas modificando ese chip natural con intención de vivir mas años a costa de lo que sea.
¿Habrá sitio para todos? ¿Será la tierra capaz de soportarnos? ¿Durante cuánto tiempo? No lo sabemos. Quizá ya poco.
Aunque puede que sí lo sepan algunos. Talvez esos que están del otro lado de la mesa y cuyas decisiones partidistas marcan nuestras trayectorias mediante designios poderosos y unilaterales; esos (independiente mente de su color político, da igual) cuya obsolescencia se halla fuera de toda cuestión y frente a quienes no podemos hacer nada o casi nada.