Desde los primeros tiempos de la Iglesia, el martirio se comprendió como una llamada de Dios o un don específico que Dios ofrece a algunas personas para vivir su fe. Por lo tanto, la muerte martirial es una consecuencia de la respuesta personal de algunos elegidos para cumplir la voluntad de Dios. No es mártir quien sufre la muerte, por muy creyente que sea, sin desearla.
El martirio conlleva un estilo de vida que culmina con la muerte sacrificial a la que el hombre se entrega por pura vocación. En ningún momento se comprende como un hecho insólito y heroico, sino como un acto de obediencia y entrega confiada a los planes de Dios. La vida del mártir, más que serle arrebatada, es ofrecida voluntariamente por amor a Dios.
El modelo de mártir por excelencia es Cristo que entrega su vida al Padre, ofreciéndola por la Salvación de todos. Los mártires de todos los tiempos son llamados por Dios a vivir en propia carne la misma suerte que el Hijo.
La muerte martirial no es más que la consecuencia de toda una vida asimilada, en hechos y palabras, a la misma vida de Jesús. En ese sentido los mártires son puestos como ejemplo por la Iglesia, como otros Cristos, en cada tiempo y espacio de la historia de la humanidad.
Más tarde, en la historia de la espiritualidad cristiana, se destaca otra forma de martirio no cruento, como es el martirio espiritual, que sin terminar con la muerte violenta de la persona, se comprende como si lo fuera.
Lo importante, por lo tanto, del mártir no es el hecho de su muerte cruenta, sino su testimonio de vida, que inexorablemente, y por vocación específica, acaba con la entrega voluntaria, y en obediencia a los planes de Dios, de la propia vida.
La pregunta que se plantea ante estas premisas es si toda muerte violenta sufrida por los cristianos tiene carácter martirial. Bajo mi punto de vista, no. Ciertamente, el carácter violento de la muerte de un cristiano no explica que esa persona pueda ser considerada como un mártir.
En el mensaje de Benedicto XVI al Prefecto para la Causas de los Santos, el Papa recuerda algunas de las condiciones necesarias para considerar la muerte de un cristiano como martirial: «es necesario recoger pruebas irrefutables sobre la disponibilidad al martirio, como derramamiento de la sangre, y sobre su aceptación por parte de la víctima, pero también es necesario que aflore directa o indirectamente, aunque siempre de modo moralmente cierto, el «odium fidei» del perseguidor. Si falta este elemento, no existirá un verdadero martirio según la doctrina teológica y jurídica perenne de la Iglesia».
Mucho se está hablando en estos días, tras el discurso de Rouco en la Plenaria de la Conferencia Episcopal, de si en los considerados mártires españoles de la Guerra Civil estaban todos los que, según la doctrina de la Iglesia, debían estar, y si no sobraba alguno de ellos.
El tiempo lo dirá, y los historiadores y hagiógrafos también. Pero, desde un primer análisis, y sin conocer la biografía personal de cada uno de esos mártires, me temo que no en todos los casos existía una verdadera vocación para el martirio, sino que fue algo sufrido involuntariamente.
Por otro lado, el «odium fidei» del perseguidor, en algunos casos pudo ser cierto, pero cuando estas muertes se dan en unas condiciones de enfrentamiento civil, cualquier persona del bando opuesto, es víctima potencial de sus enemigos, independientemente de la fe que profese.
Por último queda la cuestión de aquellos cristianos que también murieron, pero en las filas de los perdedores de la Guerra. La Iglesia justifica que ninguno de ellos formaba parte del grupo de los considerados mártires, porque nadie presentó su causa.
No nos equivoquemos, mártires los hubo en los dos bandos que se enfrentaron durante la Guerra Civil española. ¿Qué interés puede tener ahora Rouco para decir que el perdón pasa, necesariamente, por olvidar una parte de la historia de nuestro país?