Tengo casi la edad que tenía mi padre cuando nací. Para ese entonces ya mi país se había jodido varias veces. Como buen hijo de mis tiempos, teñí mis recuerdos de los mil tonos de verde de mi sierra peruana y del interminable gris con que la angustia de la crisis económica cubrió de pandemia los bolsillos de mi generación. Enfrentar puertas cerradas y sortear obstáculos fue el pan nuestro de cada día, pero no nos quejamos, fuimos optimistas a rajatabla con casi ningún motivo.
El progreso nos asaltó sin anunciarse cuando muchos de nosotros estábamos cubriéndonos de lluvias bajo tejas de arcilla ajena, añorando puestas de sol al otro lado de los hombros, extrañando rostros y paisajes en nuestro idioma. Y le dimos la bienvenida. Pero ya el orificio más alejado de nuestras correas estaba demasiado marcado para olvidar que la vida no es un cuento de hadas. El crecimiento económico se instaló en las arcas de nuestros bancos y nuestros gobiernos no dudaron al desmantelar las aduanas ni nuestras corporaciones pensaron dos veces antes de vender sus máquinas y llenar sus almacenes de importaciones. El superávit comercial, aunque fuera tres cuartas partes minero, nos favorecía año tras año, bendita la industrialización china.
Los chinos sacaron el pie del acelerador y el Perú aún está embalado en su paroxismo a crédito, en su arrancharse mutuamente departamentos y condominios, en sus compulsiones a rienda suelta en los pasillos de centros comerciales. Nuestros ministros y expertos del asunto dinero, proféticamente circunspectos y con Mona Lisa en los labios, nos dijeron que con la demanda interna basta. Y nosotros seguimos. Mi optimismo a rajatabla de generación X empezó a escuchar a su alter-ego del otro lado de la confianza al hojear los diarios de negocios: que bajarán las cuotas iniciales para casas nuevas, que el crédito a menores de 25 se incrementa como nunca antes, que las empresas comerciales centralizadas se extienden a provincias, que la exportación de servicios mejora. La verdad es que tanta cosa buena me empieza a dar mala espina. ¿O quieren que analicemos juntos el fondo filosófico-financiero de cada una de aquellas noticias? Entonces avísenme por correo virtual y, mientras, vayan dándole una repasadita a lo que le pasó a España cuando su fiebre estaba en lo más alto, el espejo donde debemos mirarnos los latinoamericanos hoy.