Oye… ¿Y tú de qué equipo “eres”? ¿Cuál es tu ideología?
Muchas veces a lo largo de mi vida profesional (durante muchos años he ejercido como profesor de Educación Física) me han preguntado cuál era mi equipo de fútbol favorito. Yo siempre contestaba que no era forofo de ninguno, que me gustaba –y me sigue gustando- el fútbol, que disfruto de un buen partido de fútbol –como gozo de cualquier espectáculo que sea de mi agrado- pero lo que nunca he entendido es que fuera poco menos que obligatorio o inevitable “ser de un equipo de fútbol”… Algunos me han dicho que –seguro- que yo era del “madrí”, otros que “del barsa”, en fin, de múltiples equipos,…
Cosa parecida ha ocurrido cuando me han preguntado cuál era mi ideología. Han sido muchos los que me han preguntado que si era socialista, comunista, anarquista, falangista, liberal y muchas otras cosas.
Tener una determinada orientación ideológica, o ser hincha de un club de fútbol, es concebido por mucha gente como forzoso e ineludible, tan necesario como el respirar.
En el fondo de esa “necesidad”, esa urgencia de etiquetar, ubicar a los demás, subyace un profundo “gregarismo”. Creo que viene a cuento hablar de ello, empezando por su significado.
El vocablo gregarismo deriva de la palabra latina “gregarius”, que a su vez derivada de “grex, gregis”, que significa rebaño. Es por ello que gregario –entre otras cosas- se suele considerar sinónimo de borreguil, y define a todo aquel que sólo se siente bien, o a gusto, arropado por la masa, no posee criterio propio, renuncia a “existir” tal cual él se percibe que es, dejándose llevar por las ideas, las corrientes de opinión del grupo del que forma parte, o pretende ser acogido.
Evidentemente, el gregarismo (aunque también tenga su lado positivo, lo cual ahora no viene al caso) supone la búsqueda de la aprobación del grupo, para no sentirse excluido, y lleva aparejada la búsqueda y localización del discrepante, opositor, críticos, o detractores; de los que los individuos gregarios procuran inmediatamente apartarse, huir, como si de apestados se tratara, no sea que alguien tenga la feliz ocurrencia de etiquetarlo como “hereje”, disidente, heterodoxo,… por ser amigo o simpatizante del que no comulga con los dogmas, gustos, aficiones del grupo…
Dilema: ¿Cómo preservar la autenticidad, la fidelidad a lo que uno siente “que es”, y como adaptarse al grupo, sin renunciar a lo más esencial de uno mismo?
“A la gente no gusta que uno tenga su propia fe… en el mundo no hay mayor pecado que el de no seguir al abanderado… todos, todos me miran mal, salvo los ciegos, es natural…” George Brassens, La mala reputación.
Los “Homo sapiens” (ma non troppo, pero no tanto…), los seres humanos constituimos una especie social. Como individuos somos extremadamente vulnerables, y la evolución nos ha conducido a adoptar actitudes de dependencia como estrategia para sobrevivir. Nos criamos en grupo, sometidos a normas, y se nos enseña qué conductas son correctas y cuales no es recomendable seguir. Obedecer está premiado y disentir castigado.
Los sumisos y obedientes tienen más posibilidades de salir exitosos, de sobrevivir. La moral de obligación y sanción, el esquema de aversión-recompensa potencia los comportamientos que se acomodan a la norma social, y reprime la conducta díscola. Nos sentimos bien con la bendición y halago del grupo y fatal si estamos excluidos.
El aislamiento –o la condena al ostracismo- debido al rechazo social es un enorme obstáculo para la supervivencia física. La moral de obligación y sanción hace que el individuo interiorice la percepción de “dolor social” que le ocasionaría no ir en la misma dirección que la manada, y lo obliga a la búsqueda de conductas que favorezcan la recuperación de la estima y de la aceptación del grupo, cuando ambas se pierden, o uno supone que corre el riesgo de perderlas.
El individuo que teme la exclusión social, llevado por la angustia que le suscita la simple idea de pensar que pueda ser rechazado por la comunidad -a riesgo de caer en una depresión- procurará desesperadamente utilizar todos los medios a su alcance para lograr la integración exitosa en el grupo.
Por otro lado, todos los humanos sin excepción tenemos necesidades tales como sentirnos queridos, aceptados, reconocidos, aprobados, tenidos en cuenta… primero por nuestros padres, después por el grupo, o mejor dicho por los grupos en los que a lo largo del tiempo nos acabamos integrando, sea el grupo de clase cuando asistimos a la escuela, sea el grupo de niños con el que nos juntamos para jugar, sea la pandilla en la adolescencia, sea el grupo de trabajo, sea el club de pesca, sea la comunidad de vecinos… y rara es la persona que no está tentada a renunciar a sí mismo con tal de sentirse aceptada, tenida en cuenta, querida, etc. por los integrantes del grupo. Como es lógico, esas necesidades conducen a establecer relaciones de dependencia.
Evidentemente es signo de adultez, de madurez, adoptar una actitud de “valentía”, poseer amor propio (eso que ahora llaman “autoestima”) y ser capaz de manifestar ante el grupo que uno es valioso, pese a que en determinados momentos se disienta de la mayoría o de un número determinado de los integrantes del grupo.
Sí, efectivamente existir ante el grupo, manifestar lo que uno piensa, sus discrepancias, a riesgo de que el grupo “se enfade” y le retire a quien osa discrepar su respaldo, no es lo corriente, porque a la gente le entra un enorme pánico la sola idea de que el grupo le retire su “afecto”, sea desaprobado, excluido, o incluso condenado al ostracismo…
Pese a todo ello, he de afirmar que nunca me adscribiré a ninguna ideología (por cierto, paradójicamente “ideología” significa “idea lógica”, nada más lejos de las diversas doctrinas políticas) como tampoco afirmaré nunca que soy forofo de ningún club («Jamás aceptaría pertenecer a un club que admitiera como miembro a alguien como yo.» Groucho Marx). Si hiciera ambas cosas sería apartarme del camino adecuado.
Si algo tengo claro a estas alturas de mi vida es que lo mejor es tener ideas propias, y no adoptar esquemas de pensamiento y de acción prestados. Es imposible llegar al comprensión de la realidad, tanto propia como la que nos circunda, de acercarnos a la verdad, si lo único que hacemos es repetir como papagayos, dogmas, consignas, tópicos y más tópicos que acaban formando parte de nuestro repertorio ideológico.
Decir que uno tiene una determinada ideología, que es partidario de una determinada doctrina es lo mismo que decir que no se está dispuesto a cambiar de opinión, y si algo tengo también claro en estos momentos de mi vida, es que es de personas sabias tener la humildad de reconocer que uno se puede equivocar, sea porque otros se lo hacen notar, o sea por propia reflexión, y estar dispuesto a cambiar de opinión, es la única forma de no matar la curiosidad intelectual, el afán de aprender (decía Luis Eduardo Aute en una de sus canciones que “el pensamiento no puede tomar asiento, el pensamiento es estar siempre de paso) La realidad es cambiante, al igual que las personas. Y Las ideologías son ideas inamovibles, poco más o menos que fósiles, que empobrecen el mundo, lo trivializan al emplear la misma horma para circunstancias diferentes.
Al fin y al cabo cualquier ideología no deja de ser una especie de “religión”, una serie de dogmas en los que es obligatorio creer, por exigencia de unos determinados mandatarios, se ha de seguir una determinada liturgia, y se usa una jerga que solo está al alcance de los iniciados.
De igual modo que no me declaro partidario de ninguna religión (Pues soy de los que piensan que para lograr el progreso y la felicidad humanas no hacen falta fórmulas mágicas, solo gente de buena voluntad) me niego a profesar ninguna ideología, reciba el nombre que reciba.
Cuando uno trata de conversar con cualquier ortodoxo, sea cual sea la ideología de la que se manifieste simpatizante o seguidor, uno acaba teniendo la misma sensación que si estuviera hablando con un fanático de cualquier religión.
Las ideologías supuestamente otorgan seguridad, nos hacen tener la falsa ilusión de que formamos parte de algo grande, magnífico, que nos trasciende. Y aparentemente nos dan la posibilidad de tener respuestas fáciles a problemas complejos, por eso es tentador adscribirse a una de ellas. Pero no se olvide que solo el librepensamiento nos permite avanzar en el camino de la verdad.
Y ya para finalizar: es obligatorio mencionar que la persona más peligrosa para determinados gobiernos –si no todos- es aquella capaz de pensar por si misma, sin importarle supersticiones ni tabúes. El mayor de los temores de ciertos gobernantes es que este tipo de persona llegue a la conclusión de que el gobierno bajo el que vive es deshonesto, demente e intolerable.