Decir padres puede ser, debe ser y ojalá que sea, decir muchas cosas. Por lo pronto es la ley, es el miedo y también la seguridad, es la norma y la referencia, es el motivo suficiente para la sublevación y es a la vez la culpa por el odio a lo querido. Y es todo esto y seguro que muchas cosas más a la vez en secuencias indisolublemente unidas de modo que originan en quien las vive en los primeros años de su vida un cúmulo de sentimientos encontrados en medio de los cuales es muy difícil orientarse. Pero ese es el reto.
Los que ya tenemos unos años a las espaldas vivimos un momento en el que la idea de paternidad se ejercía desde valores absolutos: Los padres siempre llevaban razón, sabían como nadie lo que había que hacer en cada momento, no se equivocaban y la obediencia que se les debía tenía que ser plena e incontestable porque, además, siempre querían nuestro bien. Semejante desarrollo de la paternidad gozaba de una simplicidad tal que el menor sólo tenía que hacer lo que se le mandaba en cada caso y con eso llevaba en su comportamiento todos los beneficios legales imperantes. A la vez el cumplimiento estricto de la obediencia disponía de la comodidad añadida de sentirse libre con la sola idea de haber hecho lo que se le demandaba en cada caso. Así se fraguó una estructura de comportamiento que albergaba a los buenos, que eran los que cumplían las órdenes con puntualidad y precisión y los malos, que eran los que no las cumplían. Esto simplificando mucho para entendernos porque en realidad ni nadie era capaz de obedecer siempre ni nadie ardía en las calderas de Pedro Botero por el hecho de rebelarse.
A partir de las mismas contradicciones de un esquema tan simplista se llegó a imponer la sublevación contra el padre que es lo mismo que decir contra todo ese agobiante conjunto normativo, que llegó a manifestarse inoperante y vacío. A todas luces era una lucha justa que dignificaba a quien se esforzaba en ella. La causa era por una parte la lucha contra la injusticia y la búsqueda de la libertad individual para conseguir que todas las personas nos sintiéramos partícipes de la construcción de la sociedad y participáramos en su funcionamiento. Y a ello dedicamos una serie de años de nuestra juventud con mejor o peor acierto. Pareció que el tiempo nos iba dando la razón porque aquella arcaica idea de la paternidad fue pasando a la historia, al menos de manera mayoritaria y los que participamos en la lucha encarnizada fuimos afianzándonos en la estructura social, nos fuimos haciendo adultos.
Pero el tiempo tampoco se detuvo aquí y esa nueva generación de parricidas nos fuimos haciendo padres a la vez y nos dimos cuenta pronto de que los nuevos hijos necesitaban un padre y lo demandaban de nosotros. Sabíamos mucho mejor lo que no queríamos, todo lo que había significado nuestra encarnizada lucha, que lo que queríamos, un nuevo conjunto de autoridad y de influencia paternal nuevo y más acorde con los nuevos tiempos y con la idea de que todos debemos participar en la estructura social. Algunos nos arriesgamos intentando un nuevo cuerpo de autoridad, asumiendo a la vez todo un bagaje de dudas, de culpa, de inseguridad en definitiva. Otros, creo que los más, sencillamente se sintieron perdidos en la protesta y se mantuvieron en el vacío de autoridad produciendo en los menores a su cargo un enorme desconcierto y un fuerte sentimiento de orfandad. El resultado es el día de hoy en el que conviven algunos resquicios del sistema anterior por un lado, los que han decidido arriesgarse a tantear una nueva estructura por otro y una gran parte que se siente perdida porque dejó lo viejo pero no se atreve a intentar lo nuevo.