Cuando yo comencé a publicar “mis cosillas” en el siempre recordado por los onubenses “Odiel”, allá por el 65-66, antes de pasar el artículo a la Olivetti lo pergeñaba sobre papel de estraza. Un papel de estraza, grisáceo, que preparaba concienzudamente, adaptándolo con un cuchillo a formato folio. Y en esa rugosidad plasmaba tristezas o alegrías, según los ánimos me fueran cambiando. No es que no hubiera otra clase de papel en Huelva, caramba, pero es que a un servidor de ustedes le provocaba un cierto alivio espiritual escribir rozando la aspereza de semejante papiro. Cuestión de gustos. Aunque puede ser que, como todo, absolutamente todo lo que me circundaba tenía al gris en su color primario, me producía un cierto pudor atravesar el blanco de la hoja porque entendía que ese blanco era lo más parecido a la propiedad privada.
Cuento esto, a modo de detalle, puesto que ya en los últimos coletazos de una vida, desaprovechada en muchos de sus tramos -es la verdad- vuelve el gris a envolver mi entorno sin que, de momento, se vislumbren otros colores en el horizonte. Porque ya me dirán qué colorido le ponemos al panorama reinante en este pobrecito país, en el que nos ha tocado vivir, sumido como está en una migraña insufrible y crónica, enredado en la telaraña de un tiempo muerto y agrio más propio de catacumbas y de pasajes secretos que de “drones” y energía nuclear a destajo. Con qué tonalidad vestimos las calles de mi barrio, por donde se mueven, a lo zombi, rumanos, africanos, latinoamericanos, polacos, macarenos, “poligoneros”… todos envueltos por un círculo de luz difusa, que no es otro que el círculo de la desesperanza.
A ver la paleta que escojo, para derramar sobre el lienzo de esta tierra agrietada algo fuerte, encarnado quizá, que intuyera definitivamente la sanación como amor al prójimo. Echarle a este terreno, dividido y que no se perdona, un poco de pulso claro, gualdo pudiera ser, que ilumine la página negra de la segregación educacional, por ejemplo. Qué trazo aplico al suelo en donde crecí, merendando pan con manteca y azúcar, y en donde menguo de manera irremediable arañando al calendario números para que la carencia no me alcance; con el cárdeno me apañaría, sin duda, y que la legislación fluyera descontaminada en un ejercicio claro de equilibrio en la balanza.
No sé, nado en el descorazonamiento. Así que, mientras espero en este andén sin bancos, sin vías y sin trenes a que los diversos colores se hagan, voy a seguir arañando desazones y penas varias en este humilde papel que me he comprado en la Plaza de Abastos, grisáceo y por pliegos, y que con mi cuchillo de empuñadura de nácar adapto a tamaño folio. Y al igual que por el 65-66 dispondré entre sus grumos, con más o menos habilidad, el estado enfermizo en que se encuentran las distintas instituciones de este territorio contiguo a Portugal y Francia: una tierra agrietada, un terreno dividido todavía en dos, un suelo que no se ara… una superficie de estraza.