Ya se acercaban los tiempos serenos del otoño y el Maestro hablaba de subir a la montaña para visitar al anciano sabio que tanto le había ayudado en su formación y crecimiento. Quería hacerlo antes de que llegasen las nieves, y Sergei intuyó algo porque lo encontró una mañana reparando un viejo reloj de viento.
– Maestro, ¿vamos a viajar a algún sitio?, – preguntó ante la mirada atenta de Ting Chang.
– ¿Vamos?, – preguntó el Maestro.
– ¿No creerás que vamos a dejarte viajar solo? Nosotros te acompañaremos para atenderte y no molestaremos nada durante el encuentro con tu Maestro.
– Sergei, eres un poco más resabiado que el asno del Mulá. Cada cosa tiene su tiempo y tú no deberías andar escuchando mis conversaciones con el Abad.
– ¡Maestro, si yo sólo andaba por allí atento a tus necesidades! Por supuesto que no hay que preocuparse. Como tú dices, el tiempo no existe, lo hacemos y para medirlo existen los relojes.
– Ay, Sergei, Sergei, ¡tan cerca y tan lejos! -, respondió con afecto el Maestro -. A propósito de relojes. El del Mulá nunca daba la hora exacta y su amigo Wali le dijo un día «Mulá, ¿para qué te sirve tu reloj si nunca funciona bien? Deberías hacer cualquier cosa con él, mejor que tenerlo así». El Mulá lo escuchó en silencio. Después, cogió un martillo y golpeó con fuerza el reloj patatero que le había regalado su abuelo. «¡Ya está! Ahora ya está parado y no fallará». «Pero, ¿cómo eres capaz de decir que ahora dará mejor la hora? Mulá, ¡no hay quien te entienda!». «Escucha, Wali, antes nunca daba bien la hora. Ahora la dará exacta, al menos, dos veces al día. ¿Estás contento?»