Agosto, mes tórrido por excelencia, este año ha visto rebasada su temperatura meteorológica. Desde el punto de vista informativo, se superaron todos los registros termométricos. No recuerdo ninguna temporada veraniega cargada con noticias de semejante eco ni conjetura social. El sesteo plácido, reparador, resultó contenido víctima de una vela involuntaria, ineficaz y puñetera. Las causas provienen de hondas aflicciones que asaetean espíritus espoleados por la inquietud. En esta ocasión, los ardores físicos infligieron menos desvelos que aquellos irradiados a través de la noticia, el comentario o el debate, más o menos juicioso. Desconozco la razón, pero el ciudadano ha cedido, bajó la guardia, dejando al relente nocturno una impronta de agotamiento porque no tiene cabida en su línea de defensa.
Ningún individuo corriente baraja una opción real de reformas sustanciales. Nadie concede certidumbre a cualquier ceremonia que suponga un giro definitivo en los hábitos democráticos. Causa extrañeza, por consiguiente, que el conjunto en su mayoría manifieste cierta curiosidad -que no interés- ante las vicisitudes externas (luctuosas en Egipto) e internas (fatuas, hilarantes, cuando no falaces y siempre usureras).
Políticos nacionales, con la inestimable -quizás pactada- colaboración de algún foráneo desocupado e inmerso en parecidos laberintos electorales, proyectan alzar el diapasón en temas irresolubles, amañados o de difícil salida. Cuentan con la ayuda perversa de comunicadores inconscientes, orlados muchos por un aura magistral. La experiencia constata que los escenarios de corrupción, escamoteo y arbitrariedad o abuso, ostentan un alto porcentaje de impunidad total.
Foto: CLDoyleGibraltar ejerce especial atractivo entre los diferentes medios. Pareciera que tres siglos de repetidas violaciones del Tratado de Utrecht, incluyendo otras cabriolas contra el derecho internacional, concentrasen su iniquidad a lo largo y ancho de este agosto convulso. Hemos vivido demasiadas ocasiones en las que el conflicto gibraltareño despertó inadecuadas, extemporáneas y suicidas reacciones populares. Tal vez fuera el absurdo resultado de añadirle al enojoso escenario unas gotas de catalizador patriótico. Resulta chocante que la complicación resurja habitualmente en momentos concretos; cuando el horizonte político interno llega al clímax de desconfianza social. No es un prejuicio firme, incuestionable, pero la “mosca está detrás de la oreja”. Acepto que la suspicacia es hija del desconocimiento. Cierra, necesariamente, todo itinerario confuso u oscuro pergeñado por tácticas políticas escasas en tasación y operatividad. Es decir, nace de un oscurantismo impuesto a la brava.
Es muy probable que ningún español (en menor medida los hijos de la Gran Bretaña, como gusta el aparte castizo) tenga o acepte una solución viable. Las hipotéticas buenas relaciones, pretéritas y actuales, entre ambas naciones sufren el escarnio de esa “mosca cojonera” que la pérfida Albión alimenta por boca de los “llanitos”. No siento animadversión por insecto alguno, pero el gobierno inglés pretende eternizar un desfasado derecho de pernada que transgrede los Tratados Internacionales. Utiliza para ello el argumento insípido de que son los propios habitantes del Peñón quienes anhelan ser ingleses. ¡Toma ya! Y se quedan tan frescos. ¿Imaginan su renta per cápita? Por dinero baila el can y por pan si se lo dan, dice un proverbio clásico.
El uso político, que sin duda se viene haciendo desde tiempos inmemoriales, no impide al ciudadano un sentimiento indomable de dignidad, incluso de arrebato.
Propongo se adecuen dos medidas:
Una, de carácter interno que limite -dentro de los convenios bi o multilaterales- la libre circulación de personas, bienes y actividades económicas (más o menos legales) que impliquen beneficios materiales, asimismo de holganza.
Su complementaria, de índole internacional, consistiría en demandar un recto arbitraje a Instituciones rigurosas cuyas resoluciones fueran de obligado cumplimiento. Entre Estados modernos, debe primar el derecho y no la fuerza. Si alguno pretendiera tomar un atajo contrario a los usos, tácitos o explícitos, del procedimiento aceptado por la Comunidad Supranacional, debería ser llamado a capítulo de forma taxativa. Ignoro otra manera de impulsar armonía y paz duraderas.
Pedro Jota (ese periodista con talante dispensador), ensoberbecido por éxitos del pasado escabroso y dueño -presuntamente- de un poder decisivo en el devenir patrio, ha caldeado la información eclipsando a Bárcenas al convertirlo en actor de reparto. Sin él, Bárcenas sería un triste y olvidado paradigma del individuo trincón, antiesteta. Su rotativo dispensó al encarcelado hechura de chivo expiatorio arrepentido y colaborador. Capitaneó una maniobra de acoso y derribo al PP con pruebas comprometidas de ser ciertas. El PSOE, amén de la ciudadanía, creyó a pie juntillas los datos que resaltaba una atribuida contabilidad B. Sin embargo, la autoridad judicial mostraba dudas más que razonables. Tras diez días de desayunar con Bárcenas redivivo, los cacareados sobresueldos y la financiación ilegal, supuesta, del PP, se hizo un misterioso silencio atronador. ¿Arreglo? ¿Cálculo errado? ¿Repliegue?
Medios opuestos a El Mundo, algunos cercanos con matices, intuyen una manipulación previa de los informes presentados por el diario. Quizás se reduzca a poner en peligro los legítimos intereses del medio o arriesgada exposición a sombríos prólogos judiciales. Es evidente un cambio de dirección al tratar el tema. Pedro Jota, al estilo de los viejos filmes de Fu Manchú, consigue una puesta en escena periodística espectacular e imprevisible, súbita. A poco, con frecuencia, el fondo se esfuma lento y termina haciendo mutis por el foro. Cristaliza ese conocido aforismo: “Aún no asamos y ya pringamos”.
Gibraltar y Pedro Jota nos han dado el verano. Al PP también. Veremos los efectos políticos a medio plazo, aunque la memoria colectiva tiene escaso recorrido.