No son las grandes empresas las que conforman la felicidad. La felicidad está compuesta de muchos pequeños instantes, de dosis mínimas de satisfacción. Revisando nuestro pasado comprobamos que grandes logros en la vida hay pocos; son escasos los instantes en que conseguimos hacer realidad sueños extraordinarios. En general son las pequeñas conquistas diarias las que configuran, como retazos unidos, la gran tela de la felicidad. Curiosamente, esas fuentes de alegría, de bienestar, solamente son apreciadas por quienes han tenido que sudar mucho para alcanzarlas.
Los padres de los niños con síndrome de Down, los profesores de los colegios que han tenido ocasión de encontrarse con un alumno con síndrome de Down, aprenden, a la fuerza, lo dificultoso que es alcanzar cada meta y, por tanto, se les inocula la capacidad para disfrutar de los logros más nimios. Cuando el niño comienza a andar tras cientos de sesiones de atención temprana; cuando la niña dice sus primeras palabras tras cientos de noches de insomnio dándole vueltas a la duda de si hablará algún día; cuando el chico aprende a leer tras clases y clases de apoyo; cuando el adulto, por fin, se incorpora a un puesto de trabajo tras una vida repleta de esfuerzos en dirección a su independencia, es incomunicable la sensación que inunda a sus padres.
Y del mismo modo, cuando consigue coger la cuchara por sí mismo, lavarse la cara sin ayuda, subir una escalera suelto de la mano o caminar solo hasta el colegio. El placer inmenso de los pequeños logros es, sin duda, una enseñanza grabada a sangre y fuego. A fin de cuentas, aunque con frecuencia se nos olvide, la vida no es más que una sucesión interminable de proyectos diminutos.