Debo admitir, como primera consideración, que no he seguido el debate en directo. Tras bastantes años de sacrificio, de fervor, creo haber cosechado las indulgencias precisas para merecer cierto alejamiento sin condiciones ni reparos.
¿Por qué hemos de aguantar tanta cantinela para concluir inquiriendo de qué pasta estamos hechos ellos y nosotros? Los intervinientes, políticos en su acepción más aciaga, tienen una entraña impermeable. Son máquinas retóricas, persuasivas, insensibles, sin alma. Personifican a un tiempo la falacia, el escarnio, la iniquidad e incluso la felonía. Huyen del rigor para cabalgar a lomos de la proclama. Convierten el análisis frío en pura propaganda electoral. Desdeñan acometer deliberaciones integrales, efectivas; quiebran el discurso parejo y beben del refrán: “cada loco con su tema”. ¡Ah!, nosotros somos la cuadrilla de zotes ingenuos que complementa y completa el ritual.
Hace tres días, a excepción de las siglas nacionalistas, empezó una prolongada campaña electoral. Diez meses de promesas parecen insuficientes para cambiar la estética -no ya el espíritu – de este país sometido a las atroces crueldades de una crisis que nadie asume. Gobierno y oposición siguen empeñados en tirar de florete mientras el individuo emerge a duras penas de la miseria material a la vez que lo envuelve una corrupción indecente. Pese al eco, educación, sanidad y salarios sufren recortes. Mientras, ellos se pelean por amasar un crédito tan ilusorio como sus promesas. El Parlamento, estas jornadas, se transforma en una especie de caleidoscopio tornadizo que agiganta y deja entrever su falta de virtud. Cada político se mira el ombligo en ese espejo que genera una realidad distorsionada, fantasmagórica. El conjunto compone todo un camuflaje erradamente atractivo.
Insisto, abandoné el debate pero -tras lo visto y oído las fechas ulteriores por diferentes medios- puedo hacerme una idea aproximada. Lo de costumbre. Un presidente eufórico abruma al hemiciclo cuando disecciona el estado de la nación. Inmejorable, aunque luego se aprueben propuestas de mejora. Según él, cualquier sector nacional rezuma lozanía dentro del sugerente aspecto general. España constituye una máquina perfecta, armoniosa. El horizonte, asimismo, se ve límpido, sin brumas ni preocupaciones. Todo está bajo control. A lo sumo, puede advertirse algo de corrupción en partidos cuya información genética les lleva imperiosamente a ella. Aun pasando sobre ascuas, el gobierno quiere compensar esa lacra con retoques al código penal, pues correcciones vadean incumplimientos. Desaparecido lo robado y casi exentos de cárcel, el ejecutivo “anda” ojo avizor para que el ciudadano (hogaño contribuyente) sienta, refrende, una justicia equitativa, igualitaria. Al ocaso de la jornada -mermadas las facultades, iniciado un absentismo improcedente- aparece el efecto soporífero, narcótico, y los aplausos de la exhausta bancada suenan mecánicos e inconsistentes. “Al que no está hecho a bragas, las costuras le hacen llagas”, dice con acierto el refrán.
Después, ya dibujada Jauja sin miramiento, con desvergÁ¼enza, se inicia el interminable periplo de la oposición.
Si el presidente despliega un discurso delirante, atiborrado de falsos éxitos, la oposición -en tradicional simetría- pregona una cadena de fracasos.
Nadie se muestra compasivo con el gobierno; es costumbre tácita tirarle al degÁ¼ello. Supuestas verdades y mentiras relevantes conforman el flagelo que utilizan los grupos minoritarios de forma inmisericorde. Quizás sea la penitencia que deba expiar un prócer tras las falsedades que desgrana sin inmutarse. Constituye el paradigma del cinismo más atroz. Entre tanto, ¿es el pueblo sujeto de interés en la controversia? Respondan ustedes a tan jugoso interrogante.
Si el fondo resulta intercambiable de un año para otro, las formas se convierten por derecho propio en la única y atractiva novedad. Ellas, al parecer, han supuesto el mayor aliciente para los especialistas que cubren la crónica parlamentaria. Un sinfín ha situado el foco de la noticia en los gruesos calificativos que cruzaron sus señorías (atributo sustantivo ayuno de carga expresiva en esta ocasión). Quien más, quien menos, ha pronunciado palabras de grueso calibre. Tales dentelladas morales, bien merecen un aumento sustancial del salario que percibe el señor presidente, diana receptora de tan ignominiosos dardos. Como pudiera decir el clásico, insultos y doblones han de unificar razones.
El señor Rajoy, raptado por una rabia incontenida, llamó al jefe de la oposición legal patético. No me extraña su cabreo. Ninguno tuvo la delicadeza de silenciar exabruptos o reprender sin estridencias el gozoso relato que abrió este enconado debate. Sigo peguntándome qué le incitó a emitir un vocablo tan desabrido y tan cercano. Patético, expresa el Diccionario de la Real Academia, significa que es capaz de mover y agitar el ánimo infundiéndole efectos vehementes, y con particularidad dolor, tristeza o melancolía. Mis ansias de atacar al presidente o defender a Pedro Sánchez son nulas. La argumentación común establece que para conocernos, el prójimo es un espejo indispensable. Así se corrobora el carácter social del hombre. No cabe duda de que Rajoy se vio reflejado en Sánchez, su espejo circunstancial. Sobrevolaba por la inquieta escena política un aliento inclemente, enigmático; casi belicoso. Patético no fue una ofensa. Denotó el signo palpable del deterioro bipartidista.
Fuera del artículo, dentro de un post scríptum confidente, traigo a colación otra salida extemporánea, insólita. El señor Iglesias, don Pablo, agitado por el engreimiento y la prepotencia privativos de insensatos, chulos o bravucones, emplazó a su feligresía en una cámara bis para autoproclamarse único opositor a Rajoy. Á‰l, y nadie más, sabrá qué legitimidad valida tan arrogante testimonio.
Desde entonces, el disparate presenta magnitudes inconmensurables. Otórguenlo a cada uno según sus merecimientos. Solo un juicio crítico discrimina integridad e impostura, patetismo y placidez.