Política versus marketing
Elegir encabezamiento me planteó dudas entre identificar o repeler ambos conceptos. Al final, tras honda deliberación, decidí inclinarme por esta salida que más de uno entendería políticamente correcta. Puede achacárseme, sin duda, falta de entereza, de rigor. Desde luego, tiene que ver con un carácter de concordia, de encuentro, frente a cualquier fervor rupturista u hostil. Pese a todo, mi escepticismo me lleva de forma instintiva a fundir sin matices política y marketing. Por este motivo, reconozco que hube de realizar un esfuerzo supremo de contorsionismo intelectual hasta optar definitivamente por el epígrafe que abre este texto. En ocasiones nos deslizamos próximos a la paradoja para esquivar una realidad no solo poco sugestiva sino turbadora.
Desde las elecciones, los partidos políticos han abusado de interrogantes, de inquietudes permanentes, de inusuales ajetreos. Tomar decisiones supone una perpetua vela, además de agrias tribulaciones y desventuras. Así, ninguno se excusa del correteo descabezado, esa especie de juego a la gallina ciega alrededor de objetivos reprobados por el ciudadano. Claro que este tampoco fue demasiado concreto ni transparente. Dejó tal embrollo que ahora las lecturas arrojan divergencias incompatibles, desatinadas. A la vez, todas parecen contar con bastante certidumbre, quizás las revistan de ropajes legitimadores. Asombra cómo unos y otros dicen interpretar fielmente los deseos ciudadanos, sean cualesquiera las razones que aducen para llegar a semejante conjetura. Me admira, aun curado de espanto al igual que todos ustedes, la destreza utilizada para arrimar cada cual el ascua a su sardina. Sutilezas de auténticos timadores.
Una definición clásica indica que política es el arte de lo imposible. He reflexionado largo sobre la sustancia de esos vocablos constitutivos: arte e imposible. Sigo sin comprender qué mensaje quiso transmitir su creador. Probablemente sea una proposición ininteligible o que mi capacidad intelectiva ande harto escasa. Ignoro otra opción. Puede, tal vez, que los acontecimientos actuales expliquen o se avengan a la carga hermenéutica que desprende aquella cita.
Si el arte implica creatividad no exenta de atrevimiento, el político que sufrimos -sin importar sigla- atesora ambos aderezos en grado superlativo. Además, para ellos lo imposible carece de alcance; constituye un reto semántico inconsistente, un primoroso acicate en su avidez por apoderarse del poder. Observemos que todos se desgañitan, ocupan esfuerzos, con un único fin: detentar el poder. Nosotros, pueblo llano, conformamos un relleno embaucador, el argumento persuasivo, la excusa edulcorante, hechicera.
Rajoy reclama un “gobierno estable” necesario para acometer las reformas precisas y continuar con los logros económicos (proverbial caballo de batalla retórico). Se arroga la presidencia del mismo al ser el partido más votado. Necesita del concurso socialista sin menospreciar a Ciudadanos. Sánchez, por su lado, quiere un “gobierno progresista y de cambio” que “rescate” al individuo de la situación lamentable a que le han llevado “leyes y recortes antisociales”. Podemos y Ciudadanos empatan con ellos en fraseología oronda, rimbombante. Tras cuarenta años de vivencias y una desconfianza fundamentada, temo que tan bellos decires solo sean fatuos eslóganes cuyo empeño persiga encubrir un producto ajado, prehistórico, caduco. Para PP y PSOE, Podemos y Ciudadanos son partidos que, a cambio de su apoyo numérico, vigilarán la pureza de convenios y ajustes específicos. Seguimos con el bipartidismo político, pero con diferentes soportes. Puros estos, de momento, parece interesarles por encima del óbolo las reformas democráticas, bastante dudosas con respecto a Podemos. Hemos trocado los activos financieros, donados a los nacionalismos imprescindibles, por la especulación providencial que exigen los modernos puntales.
Sí, Rajoy y Sánchez hacen política porque pretenden lo imposible exhibiendo sus mejores artes. Aquel, renunciando a una investidura que suponía de hecho pasar por las horcas claudinas. Discriminar si fue error o acierto queda para el campo de las hipótesis. El mal trago y previsto ninguneo era tan predecible como seguro. Este, que no tenía nada que perder, aceptó si no sugirió el encargo real sabiendo que era peor el ajo que el pollo. Ahora, palmeros nada rigurosos alaban, encomian, sin freno el presunto reforzamiento de su liderazgo. Sánchez sabe que no puede, mejor dicho debe, ser presidente porque dejaría todos los pelos en la gatera. Ášnicamente hace política con espoleta de retardo al igual que un Rajoy silente y taimado, su natural.
En el fondo, política y marketing no son distintos. Serían opuestos si el ciudadano contara algo para la primera. Pero… ¡quia! La política tiene como objeto desplegar un poder pretendidamente democrático, cuando no sin ningún apelativo.
Los partidos son empresas que se orientan a la venta de sueños como herramienta para conseguir un beneficio. Por este motivo, el individuo se convierte en cliente, en usuario, y el político -convertido en comercial- le vende un producto seductor.
Que entre ellos, política y marketing, hay identidades innegables lo confirma el hecho de que en este las “políticas” de precios, de distribución o de promoción, forman su columna vertebral. Por tanto, el título real, cierto, hubiera sido, verbigracia, “política y marketing, sirva la redundancia”.