Nos comentamos los unos a los otros la complejidad del mundo en el que nos ha tocado vivir. Nos ponemos de acuerdo en que en un pasado no muy lejano, el bien y el mal estaban bien delimitados. Estuviese equivocado o no, las etiquetas ‘bueno’ y ‘malo’ encabezaban una lista de acciones y opiniones muy claras.
Y nos decimos, sin ánimo de ofender, que todo es ya relativo, dependiendo de quién lo dice, a quién lo dice y cuándo lo dice.
Nos miramos entre sí. Nos ocurre lo mismo. Tenemos información de un lado y del otro:
– No podemos recortar gastos constantemente
– Debemos expropiar a los ricos
– Los parados deben trabajar en tareas sociales
– Debe apoyarse a los emprendedores
– Los enfermos deben pagar más por los medicamentos
La mirada que tenemos es de incerteza. ¿Quién tiene razón? Un buen orador de un color convence. Acto seguido un buen orador de otro color dice lo contrario y convence. Además, ambos muestran datos.
¿Se sentiría Leon Festinger así cuando en 1957 publicó el concepto de ‘disonancia cognitiva‘? Necesitamos sentir el equilibrio de aquél que posee la verdad mediante el procesamiento de la realidad que nos conviene. Necesitamos sentir el equilibrio interno y ello no puede lograrse a través de la incerteza.
Nadie lo comenta pero cada uno adopta su propio nicho de opinión por Real Decreto Cerebral, con datos manifiestamente insuficientes e interpretados mediante métodos de dudosa objetividad. Somos víctimas de nuestro cerebro diseñado para completar lo parcial, lo insuficiente, anhelante del todo, de lo total.
Una vez hemos adoptado nuestra ideología, obtenemos, filtramos y manipulamos la visión de la realidad para que no contradigan nuestras creencias ya decididas.
Quizás eso explique por qué tan poca gente es capaz de cambiar de opinión política por mucho discurso que reciba, por mucho baño de realidad que reciba.
Un gran invento el de la ‘disonancia cognitiva’. Nos da placer interno, de una forma engañosa. Sí. Pero no más engañosa que la propia realidad.