El fútbol cristaliza los anhelos de millones de personas, que se sienten únicas dentro de la masa. Es la nueva religión del siglo XXI.
El ser humano tiene la necesidad de creer y de dirigir sus pasiones más elevadas a mitos en los que despliega sus fantasías. En esa carrera por escapar de la realidad es en donde aparece la nueva religión del siglo XXI. Este culto supera en seguidores a la devoción cristiana o musulmana, mayoritarias pero que engloban «tan sólo» al 50% de la población mundial. Hoy, la pasión por el fútbol alcanza a todas las razas, lenguas y credos.
Stephen Tomkins, autor de Una breve historia de la Cristiandad, escribió en su libro: «Estamos abandonando las iglesias por los campos de fútbol. Los jugadores son dioses; las gradas, los bancos de los templos. El fútbol es la nueva religión». Y algo de razón debe de tener, cuando más de 80.000 personas acuden en masa al estadio Santiago Bernabéu para asistir a la presentación de Cristiano Ronaldo como nuevo jugador del Real Madrid. Cuando las camisetas (con el dorsal y el nombre del astro portugués escrito con caracteres latinos, chinos y cirílicos) se venden en todas partes. ¡Quince por minuto en las dos primeras horas! O cuando en Argentina, con la emergencia sanitaria ya decretada por la gripe A y con medio país entre algodones, miles de hinchas se agolparon en las bancadas de la «cancha» de Vélez Sarsfield para seguir la final del torneo Clausura frente a Huracán.
El fútbol no conoce límites. Según la FIFA, 270 millones de personas lo practican de manera habitual en todo el mundo. La cifra de los aficionados que lo siguen es incalculable pero todas las estimaciones la aventuran tan elevada como para lograr que 1.000 millones de espectadores se congregasen para seguir en directo un mismo partido. Ocurrió en la final del mundial de Alemania, celebrado en 2006.
Tanta devoción por la pelota ha derivado en la consagración de personajes endiosados que se contonean por el campo luciendo estupendos bronceados y reflejando la imagen con la que muchos niños, y no tan niños, sueñan con llegar ser algún día. El ejemplo de CR9, como mito de la belleza personificada, es uno de muchos. Kaká, el mito del chico bueno que nunca ha roto un plato; Zidane, el mito de la elegancia y la sobriedad; o Maradona, el mito del chico humilde que llegó al cielo y luego bajó a los infiernos por sus problemas con la droga. Son, como asegura el periodista y escritor inglés John Carlin, algunas de las representaciones del «mesianismo que afecta a las estrellas del deporte» y el entretenimiento. Una secuela moderna de la mitología griega de los Adonis, Apolos, Narcisos y otras divinidades del Olimpo.
Con todo ello, en poco se parece el fútbol de hoy con el que pasaba por las botas de Pelé, Di Estafano o Beckenbauer. El marketing agresivo y el show business han hecho de este juego un auténtico negocio que mueve billones de dólares en concepto de publicidad, derechos televisivos, sueldos y emolumentos desmesurados y traspasos galácticos. Una imponente circulación de dinero que deja enormes rentabilidades para sus beneficiarios. Pero para alcanzar los márgenes esperados, es necesario que el espectáculo se revista de grandes cantidades de cartón y brillantina que alienten el «fervor religioso» del hincha que, sea cual sea su posición económica, no vacila a la hora de emplear su dinero en el abono mensual de su equipo, la camiseta de su jugador favorito o en cualquier otro «objeto de adoración» que revitalice su fe y le haga sentir parte importante de un todo. De ahí los postres en sus habitaciones como iconos de sus fantasías.
Cuando el árbitro pita el inicio del encuentro no sólo entran en juego los intereses económicos y deportivos de los contrincantes. También se disputa el sentimiento y la ilusión de millones de gargantas que jalean y defienden sus colores porque cada gol y cada victoria es el triunfo concreto y personal de cada uno de ellos. El estadio como diván de sueños freudianos. Es la sensación intransferible de sentirse único dentro de la masa. Es la máxima expresión de una fe que mueve multitudes y que convierte el balón en un milagro. Y todo, por un pedazo de cuero.
David Rodríguez Seoane
Periodista