Tras el hundimiento de las utopías y el triunfo del liberalismo económico, sobre un ideario socialista errado y el posterior fracaso de su rival, ese mismo capitalismo salvaje, no queda más remedio que recuperar la ilusión por la utopía, precisamente para salir del callejón sin salida al que nos arroja un sistema económico bajo la inercia de los intereses de los dueños del dinero, que se imponen sobre la mayoría.
Se podrán manifestar las masas, llenando las calles y las plazas, pero nada se logrará si no se modifica el error desde su origen, pues los partidos políticos obedecen, sin ninguna otra opción, a las leyes del sistema económico mundial al cual pertenecen. Es la universalización de la usura y la especulación, cuando los capitales se mueven en mercados de valores que no son más que “casinos” donde se juega con la dignidad, el trabajo, el futuro y el bienestar de los seres humanos, como si estos últimos fueran una simple mercancía o variable estadística.
Está claro que el sistema económico mundial está llegando a su colapso y nos conduce hacia la distopía, sin ninguna otra opción para unas dictaduras disfrazadas de democracia que sólo sirven a los intereses de una clase política, generalmente corrupta, y a los dueños del dinero. A todas luces parece ilógico que el entramado económico mundial actúe en favor de una minoría, y en detrimento del bien común, cuando debería ser a la inversa. He ahí el fondo del asunto: por avaricia, por amasar grandes sumas de dinero, en manos de unos pocos, se ha de explotar a la mayoría. Avaricia, usura y especulación, son los valores que dominan un pacto social injusto y denigrante, un punto sin retorno hacia la esperanza.
Y aquí regresamos a lo que nos señalaba Hebert Marcuse, en el sentido de que nuestra sociedad está más obsesionada por el “tener” que por el “ser”, lo que indudablemente no sucedería sin la alienación del individuo por el actual sistema consumista y su banalidad. He ahí otro factor a tener en cuenta: los alienados por la banalidad consumista son multitud. El éxito, ahora, es sinónimo de ostentación económica, y el “ser”, por medio de la exacerbación consumista, parece haber sido desterrado de nuestra sociedad. Lo uno va unido con lo otro, una manifestación más de la pérdida de valores en el capitalismo salvaje.
En la actual Á‰poca Supermoderna, devenida tras el hundimiento de las utopías, no queda más remedio, ante la crisis y el colapso del sistema, que cambiar las leyes de la economía actual por otras más justas que obren en interés y beneficio de la mayoría. Para ello, se deben cerrar las bolsas de valores y así acabar con la especulación, crear una moneda única para todo el Planeta, y que los bancos estén en manos del Estado para erradicar la usura y encaminar la actividad económica en beneficio del bien común. Del mismo modo, hay que acabar la “partidocracia” y promover una nueva dimensión democrática sin partidos políticos, donde los ciudadanos puedan elegir a sus gobernantes dentro de una nómina funcionarial que haya demostrado con anterioridad su competencia, tras un obligado proceso de evaluación teórico y práctico y en base a resultados de gestión. Para administrar el Estado no se necesitan partidos y políticos corruptos, sino administradores públicos eficaces. Las democracias actuales, que son demasiado onerosas para el erario público, sólo favorecen a la partidocracia y trabajan en favor del ya señalado sistema económico mundial, pues no son nada más que dictaduras disfrazadas de democracia que no sirven a los intereses de los ciudadanos que dicen representar.
Se hace obligado, por tanto, cambiar el sistema económico y político mundial para salir del callejón sin salida, derribando los muros de ese mismo callejón mediante una revolución planetaria que traiga mejoras para la Humanidad en su conjunto. Y repito: “se podrán manifestar las masas, llenando las calles y las plazas, pero nada se logrará si no se modifica el error desde su origen.” Pero lamentablemente, antes de que esto suceda, los dueños del dinero y los poderosos nos arrojarán, en un acto desesperado, hacia la distopía total de una Tercera Guerra Mundial. Ya estamos muy cerca: asistiremos al Apocalipsis como espectadores frente a la pantalla de una computadora, como el acto más representativo de la banalidad supermoderna.