Los tiempos que vivimos son poco propicios para la prensa escrita, cuya existencia se limita casi exclusivamente a revistas y semanarios de humor. Estos últimos proyectan una curiosa terapia para superar, sin graves lesiones psíquicas, la crisis que nos atenaza. Conforma la famosa sopa boba virtual que no llena estómagos pero entretiene.
La prensa escrita, digo, afianza el paralelismo perfecto con esta situación de indigencia generalizada.
Sin embargo, los medios audiovisuales -radio y televisión- atraen a aquellos colectivos alejados de la reflexión que suscita una lectura sosegada. Quienes permutan el esfuerzo por la incuria recurren a debates y tertulias intoxicados, que hacen gala de sus preferencias. En principio, nadie puede llamarse a engaño pues diales y sintonizaciones carecen del automatismo preciso para arrebatar voluntades, aun menguadamente definidas.
Yo, producto del momento, acumulo defectos, vicios, comunes a mis congéneres. Quizás pudiera establecer algún matiz vertebral que añade mi vocación lectora. Ocurre que esta sustancia humana -tosca, defectiva- nos confunde y entremezcla a todos. Ellos, políticos y comunicadores, lo saben; son conscientes de la materia que moldean en una innoble labor (re)creadora. El ciudadano suele ser considerado un elemento informe para quien aspira a auparse al poder de manera presuntamente democrática; es decir, alegando la soberanía del individuo (los demagogos desaprensivos quieren presentarla como soberanismo popular). Así, de esta guisa, se autoproclaman paladines exclusivos en un miserable ejercicio de sinécdoque política.
Hay frases que definen formas, costumbres e incluso hábitos. Se dice que la suerte -u otros imponderables- va por barrios para indicar una ubicación precisa y cierta como consecuencia de procesos ininteligibles. El dogmatismo afecta al individuo más allá de las ideologías; pero, como la suerte, se afianza sobre todo en el sector de la izquierda. Se me ocurre como conjetura el hecho de que la izquierda se basa en postulados que reclaman la fe más que las leyes biológicas formuladas por Darwin. Desde luego, no absuelvo de semejante rémora mental a nadie que milite, de forma activa, en cualquier partido, porque se desconoce entre ellos nexo de existencia común o correspondencia biunívoca.
Establecidos los anteriores puntos, veamos el papel que la prensa tiene asignado en relación al gobierno y el ciudadano. Siempre se ha asegurado que los medios -cuarto poder- desempeñan (o debieran) un cometido fiscalizador del jerarca, un ministerio irrenunciable del propio sistema democrático. Su deontología obliga a informar con verdad y autenticidad. Al periodista corresponde tasar si quiere servir a la persona o ser un puente viciado entre esta y las respectivas siglas.
Arthur Miller observaba: “El buen periódico es una nación hablándose a sí misma”. Ocurría en el siglo XX, siglo de oro por excelencia de la información. Si bien es verdad que los albores del XXI marcaron un heroísmo encomiable, la crisis de los medios ha obligado a algunos a buscar los paraísos que ofrece el poder, bien político ya financiero sirva la redundancia. Los medios tienen gran predicamento, de ahí su influencia en el choque electoral. Cuando la equidad deja paso a conductas subjetivas o arbitrarias, aflora el juego sucio y se quiebra la democracia.
La televisión se ha transformado en un oasis dentro de la aridez mísera que envuelve a la actividad periodística.
Pocos profesionales se atreven a exhibirse íntegros, imparciales, sin arancel. Pagan su incorruptible espíritu con la depuración.
Esa coyuntura marginal, honorífica, les impide prestar una ayuda imprescindible para la ciudadanía, sometida al laberinto de intereses que pululan por copiosos espacios nacionales. Debates y tertulias muestran cada día el vergonzante peaje ético que pagan quienes se someten a los trapicheos del poder por comunión ideológica o afición al óbolo corruptor. Luego se permiten atribuir pedestales cuando no arrojar a la hoguera del olvido en renovadas consideraciones inquisitoriales. Constituyen la pléyade de santones con licencia para sacralizar peligrosos mesianismos mientras proyectan una división maniquea entre diferentes ideologías políticas. Alguien estimula sordamente -con sibilinas intenciones- tal marco de enfrentamiento electoral.
Ignoro si, por unas eventualidades u otras, son conscientes del daño que perpetran al sistema y a los españoles. Pergeñan vicios y deficiencias con mayor o menor legitimidad. El problema surge cuando opinan sobre líderes y horizontes capaces de resolver las diferentes crisis que afectan al país: económica, institucional, política o ética. Resulta imposible ocultar los males que aquejan a los españoles en todos los órdenes. Esta circunstancia -lamentable, onerosa- no debiera servir de excusa para que cualquier advenedizo (sin ningún equipaje) pretenda endosarnos, a través de distintos canales, un campo y unas reglas de juego hace años desterrados de la Europa democrática. Estas emisoras son claramente responsables de su entroncamiento.
Arrecian las críticas, algo teatrales desde mi punto de vista, sobre la Cuatro y la Sexta pero no debemos olvidar que los primeros pasos se produjeron en Intereconomía. Ahora, Veo 13 acometiendo un aventurado empleo de oráculo, excita el tándem PP-Podemos. Parece propiciar esa terrible disyuntiva “yo o el caos” olvidando otras opciones más reales como PSOE, UPyD, Ciudadanos e incluso Vox. Flaco servicio a la pluralidad democrática. Luego realizan panegíricos teatrales al ocaso del bipartidismo.
Sin ninguna duda, hay que sanear modos y personas, erradicar corrupción y corruptores; pero para ello no sirven todos los medios. Solo espero dos epílogos. El primero me lleva a desear que quienes traicionen a la sociedad reciban su desprecio. Pronostico asimismo que aun cuantificando dos millones de lerdos irreflexivos y casi seis de parados, los electores sepan discriminar entre caos y reforma o exceso de fe, quimera y última oportunidad.