Uno de los monjes pidió al Maestro que les contase algunos cuentos del Mulá ya que, durante sus charlas en el monasterio, les comentaba los sutras del Buda. Sergei había propalado que el Maestro enseñaba a sus ayudantes una sabiduría más profunda. El Maestro se rió y les contó algunos de muy buena gana:
Todos conocen los cuentos del Mulá y su burro pero pocos saben que el Maestro sufí practicaba varios oficios de ocasión para poder pagar sus deudas de juego y calmar su apetito de pasteles. Un día, estaba Nasrudín apoyado contra la pared de una calle del mercado y llevaba una barba de varios días, muy desarreglada. Pasó un listo y le dijo
“Mulá, ¿tú nunca coges una navaja de afeitar?”
“Unas veinte o treinta veces al día”, le respondió satisfecho.
“No es posible. Te estás quedando conmigo”.
“A ver, dijo el Mulá señalando la tienda que estaba a sus espaldas, ¡soy el barbero!”
Otro día, un parroquiano de la Casa de Té de Kandahar quiso provocar al Mulá que jugaba al mayong chino. “Mulá, -le dijo-, ¿puede un hombre engendrar un hijo pasados los cien años?” “¿Por qué no?” -respondió Nasrudín -. Si tiene una joven esposa y se sabe agenciar un joven de unos veinte o treinta años discreto y complaciente”.
Algunos de los monjes se ruborizaban al escuchar al Maestro hablar con tanta soltura y libertad. Entonces, éste les dijo mientras hacía seña a los que aguardaban con los refrescos:
– El Mulá era amigo de la buena vida, de la buena mesa y de las mujeres jóvenes y hermosas. Las suyas ya sobrepasaban la cincuentena. Un día, mientras residía en la corte del gran Tamerlán, asistió a un pase de modelos. Se alborozaba y aplaudía hasta que, al final, cuando el emperador mongol le preguntó qué le había parecido le respondió escandalizado “Majestad, ¡esto es una estafa! Primero desfilan hermosos cuerpos y luego ¡tratan de vender tan sólo la ropa! ¡Me voy a los baños!”