El presidente cántabro Miguel Ángel Revilla
Lo uno va siempre acompañado por lo otro.
Me indigna, pero no me sorprende, el estúpido linchamiento mediático (y metódico) al que está siendo sometido el señor Revilla, presidente de Cantabria, por haber dicho en público verdades de a puño que infinidad de varones dicen en privado.
Y si digo varones es porque las mujeres no suelen hablar de esas cosas.
Yo también fui de putas por primera y no última vez cuando tenía dieciocho años. Sucedió en Mérida. Habíamos ido allí un montón de chicos, y alguna que otra chica, de la Facultad de Letras de la Complutense para representar Medea y Las nubes en el teatro romano de la citada localidad. La primera actriz era Maritza Caballero, que después se haría célebre. En el elenco figuraba también un jovencísimo Gonzalo Suárez. Nos acompañaba, entre otros personajes de cierto relumbrón, Alfredo Marquerie, crítico teatral de ABC. Dirigía el cotarro José María Saussol, de la estirpe de los Oliart. José Ramón Marra-López, que luego publicaría un libro, relativamente famoso, dedicado a la narrativa de los escritores españoles en el exilio (Sender, Max Aub, Dieste, Massip, Serrano Poncela…), era el traspunte. Conservo una foto memorable de aquella aventura.
Me gustaría reproducirla aquí, pero no la tengo a mano. Anda por Soria, y yo, desgraciadamente, estoy en Madrid. Mañana me largo.
Aquella casa de putas, por cierto, era fantástica. Tenía dos pisos. En el segundo, por un duro (¿o eran siete?) se follaba. La habitación en la que yo lo hice tenía una claraboya que daba a un pasillo, y por ella, de vez en cuando, se asomaban quienes lo recorrían y nos jaleaban.
En el primer piso, que lo era de respeto, había una enorme mesa de camilla, alrededor de la cual se sentaban los clientes, los mirones, los espontáneos y las pupilas del burdel. La tertulia, en la que se hablaba de todo, de fútbol y de Platón, de Franco y de Carrillo, duraba hasta el amanecer. Para repicar en ella o, simplemente, escuchar lo que se decía, pellizcando en el ínterin a las chicas, si se dejaban, había que pagar una pela.
Revilla tiene razón: casi todos los hombres, en aquella época, echaban sus primeros dientes sexuales entre los brazos de una puta. O de las criadas, quienes las tenían.
Así era, guste o no guste la afirmación a los tiquismiquis monjiles de la corrección política y sus infinitas variantes.
¿Qué pasa? ¿Qué ahora no hay putas? ¡Pero sí somos, según las estadísticas, el país de Europa donde más abundan las gentes de ese gremio!
Y si hay putas, será, digo yo, porque alguien va con ellas.
¿Qué hacemos? ¿Los multamos, como en la Barcelona del Estatuto y en la Italia de Berlusconi? ¿Los desposeemos de sus derechos civiles? ¿Ponemos su foto en las comisarías con mandato de busca y captura? ¿Los llevamos a un programa de telebasura?
Quienes tienen miedo de la verdad es que viven en la mentira.