Un Rey de India decidió un día poner a prueba la virtud de un yogui. Le parecía que, con su indiferencia ante las riquezas y su servicio a los más pobres, no reconocía el esplendor de su Corte. Nunca acudía al reparto de limosnas que los viernes hacían sus chambelanes, pero practicaba el silencio y el desprendimiento. Siempre con una sonrisa acudía al lado de quienes necesitaban consuelo y, cuando era preciso, echaba una mano en las tareas domésticas.
Hizo venir a su presencia al hombre que vestía una limpia tela de lino, tejido por sus manos. Se inclinó ante el Rey rodeado de cortesanos que sostenían una mirada burlona desde el esplendor imponente de sus vestiduras alhajadas.
– Dime, hombre santo, – preguntó el soberano -, ¿quién es más poderoso, Dios o tu Rey?
– Sin duda alguna, tú eres más poderoso, gran Señor, -respondió sin vacilar el yogui.
– ¡Ajajá!, – dijo con sorna el Rey -, pues si no me explicas bien esa respuesta haré que desuellen tu espalda a latigazos.
– No es difícil, gran Señor, tú eres más poderoso porque puedes desterrar a cualquier súbdito fuera de tu reino, y castigarlo y hasta mandarlo ejecutar. Sin embargo, Dios no puede hacer semejante cosa, porque ¿adónde podría desterrar a un ser humano? ¿Cómo podría hacer sufrir a sus criaturas o dar muerte violenta a ser alguno interrumpiendo el proceso de vida que todo lo anima?
Y saludando con respeto al Rey y a su atónita Corte, regresó a su ermita para continuar con sus tareas.