Cuentan que hubo un tiempo en el que el trabajo constituía tanto una forma de ganarse la vida, como de lograr una estabilidad personal, profesional y económica. Dicen, también, que en ese otro tiempo la calidad o cantidad de la labor que uno desarrollaba en su empresa, era tenida muy en cuenta por los de arriba y servía como mecanismo de ascenso profesional y económico. Nadie te miraba mal por hacer bien y rápido tu cometido. Se establecía entonces una especie simbiosis patrón-asalariado en la cual todo el mundo tenía claro su cometido y existían verdaderos oficiales que conocían a fondo los detalles de su profesión y la ejecutaban con agrado. El resultado favorable del proceso y la satisfacción del cliente eran la razón de su oficio, por lo que muchos de ellos –los más avezados– decidieron entonces emprender mejorando día a día el tejido profesional de nuestro territorio.
Hoy todo esto suena a quimera. Ya no se demandan profesionales ni expertos, sino pocos años y docilidad extrema. Las empresas se han convertido en máquinas de lavar ilusiones mediante una realidad aplastante que es ese mercado laboral de muy difícil acceso tanto para quienes poseen juventud y formación como para aquellos que acumulan experiencia y edad. Las empresas se han transformado en entes difusos y aplastantes en donde sus trabajadores tragan ya lo que les echen si les da por contemplar la fría alternativa y cuyas escasas vías de entrada se hallan al alcance ya de muy pocos.
A no ser, claro, que contemos con alguien muy cercano (aunque muchos se empeñen en negarlo) que nos eche un fino cable desde dentro sin que por ello llegue a caer en el intento.