Saber observar los menudos detalles de lo cotidiano puede conducirnos, si lo hacemos con la perspicacia debida, al descubrimiento de ideas fundamentales, de pistas que arrojen luz sobre los fenómenos humanos. Sobre todo, sobre el arcano de los arcanos: el mal (siempre absurdo, casi siempre gratuito) infligido por unos hombres a otros. En este sentido es reveladora la anécdota que narra Julián Marías en sus “Memorias”. El filósofo, en fechas previas a la guerra civil española cuenta como sube a un tranvía y observa que un hombre joven lanza una indisimulada mirada de odio hacia una mujer bastante atractiva y con un aspecto inequívoco de burguesa. Observa Marías: muy mal está la cosa cuando el odio de clase puede más que las hormonas. Lo realmente grave, el síntoma que nos apunta a la enfermedad, es que este hombre no ve en esta mujer al individuo concreto e irrepetible, sino a un sujeto de la especie “burgués”. Hace abstracción de particularidades, incluso de aquellas más evidentes, como, en este caso, el atractivo físico.
El terrorismo, y su sustrato ideológico que es el totalitarismo, se sustenta justamente en ese proceso de abstracción: el ser humano pierde su entidad de ser único, de dignidad inalienable, valioso en sí mismo (esto es, pierde su carácter de realidad personal) y se convierte en la pieza de una maquinaria mayor. Esta entidad, impersonal y anónima puede tomar muchas formas y llamarse Raza, Partido, Clase social. Cualquiera de ellas, en un momento dado, encarna el Mal. Construir un mundo perfecto, configurar esa utopía que siempre termina tomando forma de matadero o cementerio, desde ciertas ideologías supone la eliminación radical de ese segmento social. Los nazis que gaseaban judíos, los promotores del Gulag y de Katyn, los totalitarios de todas las épocas, bien podían decir a sus víctimas en un alarde de cinismo esencial: “En realidad, no tengo nada personal contra usted”.
Este fenómeno corrobora la tesis que algunos defendemos: manipular la realidad, atentar contra la verdad no es un mero ejercicio mental cuyas consecuencias quedan limitadas en lo que llamaríamos Espíritu. Tiene consecuencias morales y, por tanto, repercusiones reales en la sociedad y en la vida. Así, ocultar o no tener en cuenta la realidad personal del hombre es el polvo que deviene estos lodos. Hay una clara relación de causalidad entre la aberración intelectual y la desviación moral, un evidente hilo conductor que lleva del error al horror.