Yo comprendo que no hay nada más tentador que recortar de lo fácil, de lo que se tiene más a mano, de aquello que no genera una repercusión inmediata ni unas pérdidas económicas que se puedan luego lamentar, pero aunque el recortar todo es empezar, no podemos olvidar que hay aspectos fundamentales que no deberían de ser tocados.
Y la educación es uno de esos fundamentos básicos del Estado de derecho, la esencia misma de sus cimientos, un valor que debe de ser puesto en alza, y no en duda, cuando llegan las dificultades, porque sin educación no podremos nunca formar una sociedad adecuada, pero no una educación cualquiera, sino una educación pública y gratuita.
Una educación que elimine estigmas sociales ahondando en la calidad de la educación pública para que sean estas aulas las que integren a los adultos del mañana, y que no permita que la educación privada, o concertada, se encargue de segregar, en un atentado directo contra el concepto mismo de la democracia y ante el que todos nos mantenemos impasibles.
Por ello, tratar de incrementar el número de alumnos por clase es una infamia contra el sentido común, el deterioro de la educación pública para que los padres deriven a sus hijos a la concertada, una desfachatez ética, y tratar la partida presupuestaria de la educación como un gasto, en lugar de como una inversión, una ignominia racional.
En estos tiempos de crisis se debería de recortar de todo, menos de educación, buscando, eso sí, la eficiencia, pero sin que la calidad de la enseñanza se vea diezmada ni un ápice, porque sólo con la profundización en la educación de nuestros ciudadanos podemos plantearnos una salida plausible a la crisis, porque todo lo demás no sería más que pan para hoy y hambre para mañana.