Los ‘neorurales’ se presentan como alternativa a la despoblación que sufren las zonas rurales, que reduce la biodiversidad del entorno, dificulta la transmisión de las tradiciones del campo y deprime las economías agrarias.
A vista de pájaro, algunos paisajes parecen desiertos humanos. En las ciudades se hacina la población, mientras el campo se vacía. La ausencia de servicios y la falta de mujeres parecen ser las principales causas.
En España, un 65% de la población vive apiñada en los grandes núcleos urbanos y un 25% en los pueblos más pequeños. Como en tantos otros países, se vivió el éxodo rural, sobre todo de los años 60 a los 80, cuando los pobladores del campo se trasladaron a las ciudades buscando nuevas oportunidades laborales y una mejor calidad de vida. Más del 80% de la superficie agrícola útil española se considera desfavorecida. Son zonas de montaña, o con poca población, y su economía básica depende del maltrecho sector agrario. La ausencia de alternativas laborales agrava el problema del desempleo. La mecanización del campo ha propiciado la caída del sector agrícola y ganadero, al precisarse cada vez menos mano de obra. Los elevados costos de producción y los bajos precios de venta merman la población campesina.
Esa despoblación significa pérdida de señas de identidad, produce desequilibrios territoriales y se traduce en riesgos medioambientales como los incendios o la pérdida de biodiversidad. Cada día desaparece un rebaño, y al abandonar la actividad ganadera suele aumentar la superficie forestal descontrolada. Se está perdiendo también patrimonio cultural. Hay paisajes que tienen que ver con la actividad humana, como las salinas, que contemplaron la ritual extracción de sales durante milenios y ahora están desapareciendo.
El reto es lograr que la gente no abandone el campo, y que quienes regresan al campo puedan quedarse en él. La dotación de infraestructuras, aunque es necesaria, no es suficiente. Buenas carreteras, transportes suficientes, tecnología actualizada, escuelas, hospitales, ofertas laborales diversas, todo ello indispensable, pero ahora se tienen en cuenta otras necesidades de calidad de vida, prestando atención a lo pequeño, con respeto a la identidad y las culturas locales.
La despoblación que sufre la España rural tiene un factor cualitativo: son las mujeres, en edad productiva y de procreación, las que se están marchando. Los pueblos se masculinizan. Los programas televisivos del tipo ‘Granjero busca esposa’ reflejan, más allá de valoraciones de otro tipo, una realidad del mundo rural: la falta de mujeres. En pueblos de menos de 10.000 habitantes, por cada 80 mujeres hay 100 hombres y si el municipio es más pequeño, la diferencia se agranda.
La tendencia es que los hombres hereden las propiedades y los terrenos y que las mujeres se vayan a estudiar a la ciudad. Ellas, con más estudios, buscan trabajo fuera. En el medio rural parecen amplificarse las desigualdades de género, la subordinación del mundo femenino. Por eso las chicas con estudios prefieren ejercer sus carreras profesionales en la ciudad, y así también abandonan un mundo patriarcal.
La brecha entre los pueblos y las ciudades se agranda cuando algunas conquistas sociales en las grandes urbes apenas llegan a penetrar en los pueblos más pequeños. Al quedarse en el pueblo, muchas eligen dedicar más tiempo a criar hijos y aliviar la vejez de sus mayores. La ausencia de guarderías, de residencias para los mayores, espacios de ocio, adecuados transportes públicos y servicios básicos sanitarios o educativos son carencias que originan buena parte del éxodo femenino. Para frenar la pérdida de población se precisan inversiones y comunicaciones.
Hay una nueva percepción y sensibilidad hacia lo rural. Se sabe que muchas pequeñas poblaciones desaparecerán, pero también se está dando una revalorización de la vida en los pueblos.
El lado más alegre en el mundo rural lo ponen los nuevos pobladores. Está llegando gente que traslada su residencia desde la ciudad al campo. Estos llamados neo-rurales ya suponen un 17% de la población en muchos municipios y, aunque no pueden frenar la despoblación, sí contribuyen a dinamizar la vida en los pueblos. Son gente joven que aporta hijos, que mantienen abiertas las escuelas, crean sus propias empresas y animan a los locales a seguir viviendo en el campo.
Queremos conservar los entornos naturales como siempre, con sus bosques, praderas y paisajes, pero eso tiene un coste. El campo nos aporta alimentos, agua, oxígeno, biodiversidad, cultura. Para su sostenibilidad es preciso emplear mayores fondos y valorar lo que podemos perder.
María José Atiénzar
Periodista