“Dentro de la cárcel estamos los que hemos robado poco”, se comenta entre aquéllos que están privados de libertad. Porque en prisión, fundamentalmente, lo que hay son personas pobres, marginadas y excluidas desde mucho antes de que entraran en prisión. Eso es lo que demuestran las cifras: más del 32% de los reclusos españoles se encontraban en paro antes de ingresar en prisión, un 13% ha estado alguna vez en centros de reforma para menores, un 5% vivían con sus familias en chabolas o en la calle y sólo un 5% tiene estudios universitarios. La delincuencia y la exclusión van unidas de la mano. Amejor calidad de vida, bienestar y mayor educación menos posibilidades de delinquir, según advierten los expertos.
El artículo 25.2 de la Constitución española establece que “las penas privativas de la libertad y las medidas de seguridad estarán orientadas hacia la reeducación y la reinserción.” Sin embargo, la realidad es muy diferente, según denuncian organizaciones de acción social que trabajan en las prisiones. En España, dos de cada tres personas reclusas delinquen de nuevo y regresan a la cárcel, y ocho de cada diez menores de 20 años que entran en prisión volverán al menos otras cuatro veces a lo largo de su vida. Las prisiones, según funcionan en la actualidad, “sólo sirven para cronificar las circunstancias de marginación, la cárcel no ayuda a la formación de la persona y hace que se pierdan hábitos sociales y laborales”, explican desde la Fundación Atenea, una de las organizaciones que trabajan con internos. Además, las personas reclusas “pierden su ‘yo’, su identidad, y experimentan un proceso de despersonalización y desindividualización”, señala Pedro Cabrera, profesor de la Universidad de Comillas de Madrid y autor del libro Cárcel y Exclusión Social. En la cárcel dejas de ser un “yo” con nombre y apellidos, con una historia personal, una familia… para pasar a ser un “preso”, un número, alguien que “se portó mal”.
España es uno de los países europeos con una de las poblaciones reclusas más grandes. En la actualidad, hay unos 77.000 presos. Son 163 presos por 100.000 habitantes, cuando la media de la Unión Europea (UE) está en 70 por cada 100.000. Sin embargo, la sociedad española cree que la Ley en España es demasiado benévola con aquellos que delinquen. Esa es una percepción errónea que los expertos achacan a que, normalmente, los debates en los medios de comunicación abordan crímenes de sangre, asesinatos y violaciones. Pero los números hablan de otra cosa. Un 66% de las personas privadas de libertad lo están por delitos contra el patrimonio (robos) o delitos contra la salud pública (drogas), según las cifras de la organización Otro Derecho Penal es Posible.
Y cuando uno es un preso, lo es para toda la vida. Una persona que ha sido privada de libertad, probablemente lleve ese peso toda su vida. La cárcel no siempre ayuda a la reinserción ni la reeducación de esa persona. Muchas veces, hace que el grado de exclusión sea mayor. No sólo para él sino para toda su familia. Más del 75% de las familias con internos en la cárcel asegura que la repercusión en la familia es muy negativa. Al salir de la prisión, la persona tiene que vivir con un estigma por haber estado en esa situación. Además, aparecerán problemas de reintegración en la familia, en el mercado laboral y en la sociedad.
No se trata de acabar con las instituciones penitenciarias. Está claro que quien no cumpla con las leyes que rigen un país y la convivencia de una sociedad tiene que tener un castigo, una pena… Pero, para cumplir con la Constitución española, ese tiempo tiene que servir para que la persona comprenda qué ha hecho mal y al salir sea una mejor persona, con posibilidades de futuro. Es ahí donde el sistema está fallando. Al igual que lo hace en la prevención. Para que los índices de delincuencia bajen, la fórmula es sencilla: más educación y menos marginación, pobreza y exclusión.
Ana Muñoz Álvarez
Periodista