Al hilo de algunos acontecimientos de actualidad (retirada de crucifijos, polémica por símbolos religiosos, etc.), quiero hacer una breve reflexión que deje claro algunos puntos (o, al menos, delimite el campo del problema de cara a un debate más profundo).
1. Cuando se niega la conveniencia de que haya símbolos religiosos en espacios públicos, esta actitud se apoya esta afirmación de que España es un “Estado laico”. Maticemos: nuestra Constitución deja clara la “aconfesionalidad del Estado” (art. 16. 3). Esto es, el Estado se coloca en una actitud de neutralidad religiosa y, al mismo tiempo, de colaboración positiva con las distintas confesiones. Además, es el garante de la libertad religiosa (art. 16.1). Conviene que en este punto distingamos distintos modelos:
(a) Estado aconfesional (España a partir de la Constitución de 1978).
(b) Estado confesional (España de la época de Franco, situación luego suavizada con la Ley de libertad religiosa de 1967).
(c) Estado con una religión oficial (no es los mismo que (b), aunque frecuentemente se confunda), como Reino Unido, donde el carácter oficial del anglicanismo y el papel de la Reina como cabeza de esta iglesia, aunque sobre todo en un sentido protocolario y simbólico, no estorba para nada a una situación indiscutible de libertad religiosa, que no queda garantizada en (b).
(d) Estado laico, que sería aquel que fomenta el laicismo, es decir una actitud negativa y restrictiva con respecto a la religión.
Habría que añadir un modelo (e) al que llamaríamos Estado teocrático (confusión- identificación de la norma civil con la religiosa), pero se sale fuera del ámbito cristiano y occidental y ya, más que hablar de distintos matices constitucionales o legales, estamos hablando de distintas civilizaciones. Aunque se le menciona, queda fuera de nuestro debate.
Queda claro, pues, que España es un Estado aconfesional y que esta situación parece la más deseable a la mayoría de las personas razonables, incluyendo la inmensa mayoría de los católicos. Aquí hay un punto firme donde entendernos y fundamentar el debate.
2. Aclarado esto, determinamos cuáles serían las funciones del Estado con respecto a la religión. Para mí, estas funciones son:
(a) Mantener una posición de neutralidad y no discriminación (art. 14), que se derivaría del principio constitucional de igualdad (Título preliminar, art. 1. 1). No puede discriminarse ni favorecer a nadie en función de su confesionalidad.
(b) Tomar una actitud positiva de colaboración con las organizaciones religiosas, más allá de la mera neutralidad pasiva, ya que éstas son parte de la sociedad civil y contribuyen al bien común. Si estas organizaciones tienen iniciativas, por ejemplo, en el terreno social o educativo, parece lógico que el Estado las impulse y colabore con ellas, como con otras de carácter cívico o cultural.
Hasta aquí no hay ningún punto que parezca polémico. Estas ideas tienen un fundamento en la ley (Constitución) y un amplio consenso (opinión pública) social. En este idílico panorama teórico, surge, no obstante, un problema cuando se plantea la siguiente cuestión.
3. El imperativo de neutralidad del Estado, ¿supone que tenga que evitar la presencia de elementos religiosos -símbolos, imágenes, manifestaciones- en espacios públicos? ¿Debe el Estado sustentar aquella opinión, tantas veces oída de que “la religión es un asunto privado”? En esta cuestión quiero hacer tres matizaciones:
3.1. Existe una real dificultad de distinguir los ámbitos de lo público y lo privado cuando están en juego relaciones humanas, valores, costumbres, historia. Es una abstracción casi imposible. En realidad, el espacio de lo privado lo establece el mismo individuo marcando los límites de lo que es su intimidad. No tiene sentido que estos límites se establezcan desde fuera. Además, el Estado violentando esta situación entraría en contradicción con el principio ya citado de neutralidad. Dicho de forma más brusca: el Estado reduciendo a lo privado cualquier manifestación religiosa está conculcando (aunque aparentemente parece que lo defiende) el principio de aconfesionalidad y neutralidad religiosa.
3.2. Segunda matización, donde quizá está la clave del problema. No hay que confundir -se hace con frecuencia- los conceptos de lo estatal y lo público. El Estado administra lo público (en parte, no exclusivamente) y es garante del cumplimiento de las normas que lo controlan; pero no se identifica con este ámbito. Es más: si lo estatal y lo público se identifican, si pierden su diferencia, aparece el totalitarismo y se asfixia, se le priva de su espacio “natural”, a la sociedad civil.
3.3. Tercera matización. El ámbito público, por su propia naturaleza, está determinado por factores culturales e históricos. Aquí no hay un vacío aséptico, sino que están las costumbres, los valores, los símbolos de una sociedad que, a su vez, es fruto de un devenir histórico. Nuestra cultura (la española, la europea, la occidental en un sentido más amplio), está marcado (no exclusivamente, sí profunda e intensamente) por el Cristianismo. El Cristianismo conduce no sólo la conciencia y los actos individuales de las personas, sino que está presente en sus usos, costumbres, cultura; esto es, presente en el espacio público. En Andalucía, con el gran peso que tiene la religiosidad popular, hay una fuerte presencia del Cristianismo en los ritos y fiestas colectivas. ¿Cómo se podría desvincular, por ejemplo, a los pueblos andaluces de sus patronas y de sus fiestas patronales? ¿Cómo se puede borrar el fenómeno sociológico, cultural y religioso de nuestra Semana Santa? Sería un absurdo borrar del espacio público todas las señas de origen cristiano; y si lo hiciese el Estado, además sería un contrasentido jurídico y político. Esta utopía llevada a sus últimas consecuencias, dejaría cortas las de Huxley (Un mundo feliz) o la de Orwell (1984). Desde los nombres hasta el arte, desde la literatura hasta la moral, el Cristianismo es una de las sustancias en las que se amalgaman los elementos que conforman nuestra cultura y nuestra historia.
De todo lo dicho, deduzco unas cuantas conclusiones que espero arrojen un poco de luz a un hecho más que complejo:
(a) La gran mayoría de los españoles, y entre ellos la gran mayoría de los católicos, nos sentimos cómodos y nos identificamos con un Estado aconfesional y con una situación de libertad religiosa, que parece irrenunciable en un país occidental en el siglo XXI.
(b) El Estado, en su aconfesionalidad, controla y ocupa lo público, para velar que se cumplan las normas que garantizan la convivencia, pero no puede, en ningún caso, crear una identidad entre dos ámbitos que son distintos, aunque haya espacios convergentes.
(c) Lo público (que no puede delimitarse de lo privado de forma exacta) está determinado por la cultura, y ésta tiene un carácter histórico.
(d) No tiene sentido (éste es el corolario final de esta argumentación) que el Estado borre o retire de lo público señas culturales (en este caso, religiosas), a no ser que actúe contra ataques a derechos fundamentales. Invade, así, un espacio que no le corresponde. Pero la Historia nos enseña que esto no es nuevo: siempre el poder tiende naturalmente a expandirse, como los gases en la atmósfera.